Opinión

Literatura y publicidad

Literatura y publicidad

A fines de la década de los 70, cuando me hice asiduo a la Casa del Escritor, experimenté varias sorpresas. Una de ellas fue la de los febriles preparativos, de algunos escritores y escritoras, para postular con denuedo al escurridizo Premio Nacional de Literatura, por entonces más resbaloso aún en la ciénaga de los discernidores de uniforme, asesorados por silenciosos escribas mercenarios que cumplían la doble función de críticos a sueldo y de censores a tiempo completo, cobijados en el siniestro edificio Diego Portales, donde se fraguaban tanto crímenes de lesa humanidad como despropósitos en la literatura y el mundo del arte. 
Me llamaba la atención que aquellos postulantes a nuestro modesto galardón de las letras, en lugar de esgrimir los pretendidos méritos estéticos de su obra, se preocuparan más de acopiar fotografías con ilustres escritores de fama internacional y de exhibir cartas de ocasión o esas dedicatorias melosas que suelen garrapatear los famosos, como una plantilla de buenos modales, en las ferias del libro de diversos países y latitudes. Eran gruesas carpetas que excedían con mucho el volumen de esa ópera magna que se suponía cual sólida base de la postulación. Es decir, el apoyo publicitario y social podía duplicar o triplicar las páginas escritas con el áspero sudor de la tinta, en noches de desvelo y desasosiego, ámbito que los escribas noveles asociábamos al proceso creativo, quizá porque nos remitíamos a Miguel de Cervantes, escribiendo sus páginas más gloriosas, bajo la luz mortecina de una vela, en las mazmorras de la Inquisición. 
Una escritora acompañaba a su solicitud un enorme álbum de fotografías, en las que posaba con figuras políticas como Fidel Castro, el Che Guevara y Camilo Cienfuegos, y Salvador Allende, por supuesto; con escritores celebérrimos, como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Pablo Neruda, Ernesto Sábato, Adolfo Bioy Casares y Alejo Carpentier, entre otros, porque serían treinta o cuarenta aquellos que la honraban y ungían con su seguro prestigio, como si por osmosis el estilo, la fuerza y la intensidad reverberante del espíritu se le hubiesen traspasado a punta de imágenes y poses aquiescentes.
Cabe señalar que aquella dama postuló, de manera incansable, durante quince años, falleciendo en edad provecta, sin recibir el ansiado premio. Destino o senda similar siguieron conspicuos candidatos y candidatas –bianuales o anuales–, cuando el Nacional de Literatura fue diferido por el gobierno militar, no tanto para ahorrar divisas como con el objeto de evitar las presiones y críticas de un gremio de suyo persistente, que impugnaba con justa razón el otorgamiento del galardón a esos “escritores funcionarios” que execraba Roberto Bolaño.  
Otra de las sorpresas que me llevé fue constatar lo poco que habían leído y lo nada que leían muchos de aquellos pendolistas asiduos a la Casa; asimismo, lo mal que se expresaban de figuras para mí ilustrísimas, como Neruda, De Rokha, Huidobro y la propia Mistral, a la que yo amaba entonces, a la que sigo amando sin condiciones, “hasta que la muerte nos separe”. Algunas veces me entreveré con ellos (ellas) en discusiones asaz inútiles, porque me percaté que conocían de esos paradigmas muchas y variadas anécdotas, casi todas negativas o denigrantes, pero muy poco de sus obras. No obstante, participaban con pertinacia en querellas de pasillo, destilando su inquina y su envidia, pues a la vez se sentían preteridos por sus pares, ninguneados… Nadie “los tomaba en cuenta” a la hora de convocar jurados a los escasos concursos literarios en boga, especialmente si se consideraba algún modesto estipendio por el difícil servicio de calificar la creación ajena. Era tal vez otra demostración del triunfo de la publicidad sobre lo auténtico literario, lo sustancial, que es escribir con propiedad, siempre y cuando se tenga algo que decir, en pos de la difícil trascendencia. 
Recuerdo que en 1986, cuando el ágrafo gobierno militar suspendió la censura previa para las publicaciones de libros, celebramos la buena nueva en la SECH. Hubo concurrencia masiva a la sesión de directorio, asamblea incluida. Luis Sánchez Latorre, nuestro inolvidable Filebo, expresó su beneplácito, al que se sumaron fervorosamente varias figuras de nuestra aldea de las letras. En cambio, fue notorio el silencio del maestro Oreste Plath, que no dijo esta boca es mía y permaneció como ausente del común jolgorio. Filebo hizo uso de su estilete:
-Y usted, Oreste, ¿no está feliz acaso con la abolición de la censura previa?
-La verdad, no tanto.
-¿Y por qué, puede saberse?
-Porque al menos la censura era un filtro; ahora se va a publicar demasiada palabra inútil…
La grafomanía es proporcional a la inmodestia, por cierto, aunque cabe proferir la exhortación, válida para todo escriba que se precie: “El que esté libre de vanidad, vomite la primera crítica de mala leche”.
Si no fuésemos autorreferentes, no seríamos escritores, pero los excesos de egolatría y narcisismo nos conducen a una situación esperpéntica y aun grotesca, como individuos incapaces de empatizar con otros, ni siquiera verlos como sujetos de acercamiento antropológico, sino como una suerte de espejos o prolongaciones del yo descomunal que cada día se hincha y engorda en la propia fagocitación de falsos laureles o supuestos méritos. Así, quien no escribe como nosotros (o como quisiéramos escribir algún día) no es digno de aplauso, ni siquiera de mínimo reconocimiento. En la búsqueda febril de halagos, todo esfuerzo parecerá escaso y no bastará con los encomios recibidos hace un año o dos, porque se habrán difuminado en el frágil vaho de la memoria colectiva… “Fulano afirma que soy el mejor poeta (o novelista o cuentista o dramaturgo o ensayista) de mi generación”. El pregón se escuchará como impertinente campana entre los pares, prueba irrefutable de estar cerca de la meta en la carrera por la celebridad, a despecho del menesteroso prójimo pendolista.
Llegados a un mayor nivel de difusión pública, cada ‘famoso’ articulará su propia corte de admiradores y discípulos, círculo cerrado donde no caben críticos ni contradictores. Y otra vieja sentencia se hará dogma de fe: “Si no estás conmigo, estás contra mí”. Amigos (cortesanos incondicionales) y enemigos (equivocados y falsos)… Echar fuera todos los matices y las medias tintas, como si el gran arte hubiese alcanzado cimas estéticas, en alguna época, entre maniqueos fanáticos.
A la postre, todo arresto de vanidad, por espectacular y “mediático” que pueda parecer al auditorio de aduladores y feligreses, o al simple público de aficionados o diletantes, será confrontado con el único fruto de relativa perdurabilidad: la obra propia, construida a lo largo de una existencia de ejercicio fiel y constante de la palabra creadora.
Es preciso tener en cuenta que, en el universo de la literatura, la falta de humildad es equivalente a la falta de grandeza. Lo demás es pretensión ilusa y paja muerta.