Opinión

Jurados y jodidos

En mi larga vida de escriba y tenedor de libros, he sido jurado en variados concursos, algunos ad honorem, como en el certamen literario de la Casa de la Cultura de Concón, cuyo premio financiamos, durante tres temporadas, con un aporte proveniente del subsidio al Programa de Estudios Gallegos, de la Xunta de Galicia. En dos oportunidades, a lo menos, el premio de poesía se lo adjudicó un excelente poeta de Valparaíso. Pero, como se trataba de un concurso vecinal, pudiéramos decir, la intención de los organizadores se orientaba más bien en estimular a poetas inéditos y bisoños, así es que hablé con el vate porteño de marras, para que se abstuviera de participar en futuras convocatorias, porque lo suyo era “carrera corrida”. Me hizo caso.

Hace dos años (2015), oficié de jurado en el concurso literario de la Municipalidad de San Bernardo, que lleva el epónimo de Manuel Magallanes Moure, mi egregio y lejano pariente, poeta y pintor. Compartí la misión junto a mi amigo Camilo Brodsky y a la poeta Carolina Schmidt. Todo fluyó bien, hasta que decidimos, por unanimidad, declarar desierto el premio de Ensayo. Habían llegado tres textos, dos de los cuales eran simples monografías; el tercero, carecía de un mínimo de estructura y desarrollo literario. El autor, un pastor protestante, nos auguró las penas del averno por aquella descalificación. (No sé si este mensajero del Altísimo tenía influencias en el departamento de contabilidad edilicio, pero lo cierto es que el pago de nuestros honorarios tardó más de dos meses en concretarse).

A fines de la década de los 80, fui testigo presencial, en el Refugio López Velarde, del apremio de dos postulantes a un premio de poesía de un concurso comunal, sobre un viejo escritor que presidía el jurado. Se trataba de un poeta que tenía predilección por los jóvenes escritores en ciernes, era muy pobre y se le ofrecía, providencialmente, una tajadita del estipendio. Uno de aquellos mozalbetes obtuvo el primer lugar y, la verdad, no era tan malo… La dignidad literaria quedó resguardada.

El recién pasado año 2017, muy activo para mí en materia de concursos, charlas, conferencias, tertulias, correcciones de textos y escritura de crónicas y artículos (algunos por encargo mercenario), fui designado por la directiva de nuestra Sociedad de Escritores de Chile, como jurado al Premio Municipal de Santiago, en el género “ensayo”. Cumplí mi cometido, junto a Bernardita Bolumburu, escritora y académica de la Universidad Diego Portales… Teníamos que leer sesenta y siete libros, todos editados en 2016.

Algunos de ellos fueron desechados de inmediato, por no corresponder al género, asunto habitual en Chile, donde suele confundirse el ensayo con la monografía o con alguna otra expresión híbrida. No obstante, la calidad de las obras seleccionadas fue óptima. Coincidimos en nuestros juicios y en la elección final, que recayó en la prestigiosa escritora Diamela Eltit, por su excelente conjunto de ensayos reunidos bajo el título de Réplicas; en segundo lugar, optamos por Baudelaire: la modernidad y el destino del poema, del conocido escritor y académico, Pablo Oyarzún.

El viernes 15 de diciembre, en el hermoso salón de honor de la Ilustre Municipalidad de Santiago, tuvo lugar la lucida ceremonia de premiación, tanto del Premio Municipal de Literatura 2017, como del Premio Municipal “Juegos Literarios Gabriela Mistral” 2017; el primero, en su versión número ochenta y tres. Cabe señalar que muchos de los autores premiados en aquel certamen –el segundo en importancia después del Premio Nacional de Literatura– fueron después acreedores al máximo galardón de las letras chilenas. El concurso abarcó los siguientes géneros o modalidades: cuento, edición, ensayo, investigación periodística, literatura infantil, literatura juvenil, novela, poesía, y “referencial” (aquí sentimos temblar las bases del canon, pero a falta de clasificaciones precisas, valga la generalización algo ambigua).

En un discurso breve y sobrio, el edil Alessandri encomió la longevidad del premio, resaltando que: “ha venido siendo apoyado, tanto por alcaldes designados como por alcaldes electos”. ¡Vaya manera de conciliar flagrantes antagonismos culturales! A renglón seguido, repitió lo que casi todos los políticos y altos funcionarios dijeron, dicen y dirán: “la importancia de resaltar el esfuerzo y los méritos de los creadores artísticos en nuestro país”.

Por fortuna, Pía Barros, presidenta del jurado de los Juegos Literarios, con certeras y escuetas palabras, dejó en claro que durante la feroz dictadura militar fue extremadamente difícil articular y llevar a cabo diversas iniciativas culturales y, en nuestro caso particular, certámenes literarios y otras convocatorias semejantes.

Vamos ahora a lo pedestre. Se convino con nosotros, los jurados, un estipendio que consideramos digno, dentro de la precariedad endémica de nuestro menesteroso oficio. Se nos manifestó que esos emolumentos nos serían pagados antes de la ceremonia de premiación. No fue así. Entre varios de los dictaminadores -por cierto, muy elogiados también en sendos discursos, por la calidad de sus colaboraciones- nos preguntamos, con el gesto de sorpresa que suele surgir desde la inadvertencia: -“¿Cuándo nos van a pagar?”.

Como asunto inquietante, comentamos que los correos dirigidos al personal administrativo, inquiriendo por el procedimiento para enviar nuestras respectivas “boletas electrónicas”, no fueron respondidos. Alguien aventuró, quizá en el colmo de la inocencia: -“Y yo que contaba con esas lucas para los regalos de Navidad”-.

Le dije a mi amigo Miguel de Loyola: -“Yo tengo gastada esa plata. Me la anticipó un generoso amigo escritor, hombre de muchos posibles, no en virtud de emprendimientos literarios, sino mineros”.

Miguel sonrió, con esa mezcla suya de sabiduría y humor, diciéndome: -“No te preocupes. A mí me va a quedar un saldo, así es que te invito, ahora mismo, a un lomo con palta y un tinto en la Unión Chica”.

Le agradecí, pensando, para mis adentros, que a nadie le falta Dios, ni siquiera a un modesto jurado de premios literarios municipales.

Amigo lector, hasta aquí llegaba esta crónica, escrita en los albores de diciembre 2017. Al finalizar el año, y luego de repetidos correos y cartas al funcionario municipal responsable, se nos solicitó a los jurados la correspondiente boleta de honorarios, la que hicimos llegar de inmediato. Ayer, viernes 2 de febrero, cumpleaños de James Joyce, mi apreciado amigo Jorge Calvo, escritor y crítico destacadísimo, nos hizo llegar copia de su misiva al funcionario de marras, sugiriendo la posibilidad de dar a conocer a través de la prensa esta anomalía reveladora, una vez más, de la desconsideración endémica del poder hacia los creadores –en este caso, literarios–. La respuesta, digna del señor K del castillo kafkiano, no se hizo esperar, aunque su abundoso contenido retórico no ofreció solución inmediata a los precarios demandantes, sino que desplegó malabarismos burocráticos para explicar lo inexplicable, una especie de respuesta indeterminada: “En cuanto se pueda, veremos… Mucho les apreciamos, pero no apuren los bueyes, menos si son municipales”.

(Agregué al título de la primera versión la palabra “jodidos”. Me parece un concepto preciso, equivalente a “follados”, aunque en este caso no hayamos recibido ni siquiera una caricia compensatoria).

Amén.