Opinión

Febrero

A mi hermano Mario, en sus 70

Febrero había sido, hasta ahora –parodiando a T.S. Elliot–, mi mes menos cruel… Olía a sandías jugosas, al aroma de la albahaca (del árabe al-habaqa, que quiere decir “perfume apetitoso”); al tufillo azucarado de los berlines con crema; también al penetrante olor a cloro de la piscina Mund, a donde íbamos dos veces por semana en aquel mes de cumpleaños, en que confluían varios acontecimientos “memorables”: el día 4, mi primo Manolo y yo (él, dos años menor); el del tío Rafael, en 1918; mi hermano Mario, el día 23, en 1947; el día 25, nacimiento de Cándido padre, en 1912; Viggo Castro Ríos, mi sobrino nieto de Concón, nacería cien años y un día después del Gallego... A partir de 1992, el 4 de febrero se vuelve feliz aniversario de matrimonio civil con Marisol.

Cándido Moure Rodríguez había nacido el 12 de febrero del remoto 1912, en el casal de A Touza, aldea de Santa María de Vilaquinte, comarca de Carballedo, el quinto de siete hermanos, pero mi abuela solo pudo llevarlo a bautizar, a la pequeña iglesia de Vilaquinte, trece días más tarde, el 25, debido al crudo invierno y a las constantes nevazones en aquellos parajes de la Galicia profunda. Valía pues, como data de nacencia oficial y canónica, la del bautizo. Se nacía para la Iglesia, desde su fe, dogmática y rigurosa; los hechos biológicos eran entonces meras referencias, incapaces de afectar lo metafísico.

Si, como afirma el poeta Efraín Barquero, “el hombre tiene la edad de su primer recuerdo”, creo haberme alumbrado en 1943, a los dos años, en la vieja casa de calle Siglo XX, un día quizá de febrero o tal vez de diciembre: vuelvo a percibir un aroma a pintura fresca e intuyo –digamos, platónicamente– el color verde brillante de un automóvil a pedales, con dos asientos en hilera, que comencé a compartir con mi hermano Toño, con quien me separa la distancia temporal de un año, seis meses y ocho días, aunque en el ámbito infantil aquello parezca mucho mayor, desde las dimensiones psicológicas, donde se instalan esas sordas tensiones, entre Eros y Thanatos, que todos padecemos, incluso los curas, ingenieros, comerciantes y economistas, -ni qué decir los escritores: el propio Freud fue uno de estos- por la búsqueda del amor que prefigura la individualidad y nos revela esa hostil/atrayente presencia del otro, como amenaza que se irá diluyendo o sublimando –si no se vuelve patológica–, en el agua fecunda de la amistad, del reconocimiento mutuo o de la aceptación.

Era agridulce el mes de febrero, porque, junto a la expectativa de los regalos y agasajos, dolía la ausencia de amigos y primos coetáneos que las vacaciones del verano me arrebataban, implacables, dejándome un febrero casi solitario y desprovisto de voces amables.

Nosotros, los Moure Rojas, no salíamos a “veranear en familia”, como decimos en Chile, porque aquello resultaba oneroso, fuera del alcance del estrecho presupuesto familiar, que provenía del trabajo asalariado de padre Cándido y de algunas pequeñas rentas de mamá Fresia, venidas de alquileres de casas modestas en el sur de Santiago, en un lugar de nominación líquida y fantástica: La Cisterna…

Salvo unos días pasados en la localidad de Puente Negro, en febrero de 1946, cuando éramos solo cuatro infantes, y dos semanas en el mismo mes de 1948, en El Quisco, las posibilidades de ir de vacaciones en verano se reducían a convites esporádicos a Chacra El Olivo, bajo régimen de turnos precisos, para que todos pudiésemos disfrutar aquel recinto que iba creciendo en la remembranza afectiva, al mismo tiempo que medraba la prole y se abría el abanico de incitaciones memoriosas, tras cuyas alas vibrantes yo sentía hablar, cantar, gritar o sollozar, en el agobio de febrero, a las extraviadas palabras.

Después vendrían los veraneos en Cartagena, en casa de tía Carmenza, donde disfrutábamos la sencilla y proverbial hospitalidad de los Ortúzar Meza, mientras avistábamos, anhelantes y azorados, a las primas en estado de merecer.

Esto que voy hilando, paciente y benévolo lector, surge ahora que empieza la última semana del mes en que Santiago de la Nueva Extremadura ha celebrado –el mismo día de padre Cándido–, cuatrocientos setenta y seis años desde su fundación, en medio de incendios aniquiladores… La populosa ciudad que pergeñara Pedro de Valdivia, junto a su lugarteniente gallego, Rodrigo de Quiroga y a los capitanes extremeños Villagra y Aguirre, goza hoy de relativa paz, mientras un tercio de sus habitantes, a lo menos, escapa de la canícula del verano más ardiente de que se tenga registro.

Hago un alto en la cuadratura de los números contables y remonto el río de los años y los remansos de setenta y cuatro febreros que recuerdo (de los setenta y seis que cargo), e imagino el sueño convocatorio del patriarca que no fui, cuando dispone, una vez más, con ademanes antiguos y rotundos, esa larga mesa de los domingo en un patio arbolado de acacias olorosas…

Sí, me has entendido, en Chacra El Olivo, ese trozo de Galicia en Conchalí (en lengua mapudungun, konchualín: sedimento seco), e invita a sentarse, como favorecidos comensales, a todos aquellos seres, próximos o lejanos, con quienes ha compartido sus propios momentos vitales; a los que ha amado en clara reciprocidad; asimismo, a los que él hubiere hecho víctimas de ofensas o de incomprensiones, porque esa es la única nobleza válida en esta vida extraña y a ratos miserable… Habrá un pan recién horneado y una jarra de vino. Lo demás vendrá con las palabras, esas que se niegan aún a abandonarnos bajo la sombra del olvido.

Este febrero se ha vuelto, para mí, algo triste. No he visto la primicia de los vilanos volar sobre los jacarandás. Una de las habitaciones de la casa quedó huérfana de música y advierto cómo se estrecha el regato del tiempo y se deshacen los sueños…

En la noche del domingo soñé con aquella mesa de imposible conjunción, donde un bisoño huésped profería odiosas imprecaciones sobre los granos que habíamos recién cosechado en las eras, quizá para impedir que se volvieran pantrigo, esa bendita duplicidad de palabras que conjugaron, en una sola, los viejos poetas de la estirpe, en metáfora de entrañable sentido:

Zureaban las palomas en las rastrojeras

y un rumor de trillada envolvía las eras.

En los campos de pantrigo galgaba la brisa

y la espiga en sazón se ofrecía sumisa.

Me despertaron los zorzales mañaneros y luego el gallo de la quinta cercana, que canta, preciso e inflexible como un sacristán, entre las seis y las seis un cuarto, para alentarme a la diaria jornada, sin evasiones ni renuncias. Desayuné, en silencio y luego repetí, en voz baja, como si quisiera compartirlo solo con el que siempre va conmigo:

–“Nadie podrá quemar esas espigas que alguien reunió para nosotros en el verde calendario de febrero”.