Opinión

Equívoca moral de creyentes

Equívoca moral de creyentes

A la conocida exhortación del Nazareno: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” –que debiera ser el pilar del Cristianismo, de acuerdo a los claros preceptos de su fundador martirizado y de sus exegetas y vicarios– mi padre, agnóstico, librepensador y republicano de la fallida España laica, proponía: “No hagas al otro lo que no quisieras que te hiciesen a ti”. Reglas de oro de una convivencia recomendada, tanto por creyentes y laicos capaces de entenderla como un acuerdo sobre la base de una moral puesta en práctica como cotidiano sentido común.

Fuimos educados en la fe católica, apostólica y romana, porque nuestro progenitor entregó a mi madre la batuta de nuestra formación, aunque reservándose sus opiniones, asaz libertarias y anticlericales, aunque compartiese las primicias de la amistad con su cuñado sacerdote, quien, con el correr del tiempo, expresaría desde el púlpito sus simpatías por el dictador Pinochet, a la mejor usanza de los curas hispanos que preconizaron, sin ambages, el feroz golpe de estado del gallego Francisco Franco en contra de la II República, y que apoyaron al sátrapa ferrolano durante los treinta y ocho años de su régimen de cruz y fusil, en un agobiante periodo de represión y censura.

Por estos días del 2016, cuando se conmemoran los cuatrocientos años de la muerte física de Miguel de Cervantes (22 de abril de 1616) y los ochenta años del inicio de la Guerra Civil española (18 de julio de 1936), a ocho décadas del vil asesinato de Federico García Lorca, en Viznar, su Granada (19 de agosto de 1936), me llega por Facebook, esta ventana de promiscuidad global, entre el fárrago de informaciones y novedades que no lo son, el artículo de una revista católica ligada a los llamados ‘Legionarios de Cristo’, en la que se culpa al laicismo imperante –en la España de Cristo Rey y en otras naciones, europeas y americanas, denominadas católicas o cristianas– de la crisis de valores que impera en el mundo, sobre todo en el “Occidente Cristiano”. Esta decadencia moral, que según sus autores nada tiene que ver con un sistema, que enarbola la codicia como un móvil inherente al progreso y a la riqueza, en virtud del libre “emprendimiento” individual, se debe, entre otras cosas, a la supresión en la enseñanza básica y media de las clases de religión como cátedra obligatoria, tan necesaria como la Matemática, la Física o la Química. (De la Filosofía, ha mucho preterida, no se habla). Este flagrante sofisma nos llevaría a colegir que, a mayor y más transversal catequesis, el resultado sería una mejor y más sólida ética, traducida en adecuado comportamiento.

Cabría entonces suponer que la moral privada y pública estuvieron a buen resguardo, en España y en nuestras repúblicas iberoamericanas, en las décadas de los 40 o los 50 o los 60 del pasado siglo. Me parece más que dudoso, según mis propios recuerdos y los testimonios que la Historia nos ofrece de aquellos tiempos no tan remotos…

Allá por 1954, en el colegio Don Bosco (paradero 22 de la Gran Avenida), el cura Gutiérrez, un español extremeño, de corta estatura y voz bronca, impartía clases de Castellano y de Religión, en II y III años de Humanidades. En ambas cátedras, yo obtenía notas por sobre el anhelado seis, merced a mi capacidad de memoria y a la temprana atracción por las palabras, a través del hábito de la lectura. La dirección del establecimiento, por entonces en manos del futuro Cardenal primado chileno, Raúl Silva Henríquez, repartía, entre los alumnos más destacados de las mencionadas asignaturas, algunas revistas católicas llegadas desde España. Entre tales escritos de nítida índole proselitista y excluyente, me llamaron la atención algunas descalificaciones odiosas, como el referido a las iglesias “protestantes”, en una encuesta sobre el número de fieles asignado a las “grandes religiones”; se hablaba de seiscientos millones de fieles católicos (puede que las cifras no sean exactas) y de cuatrocientos millones de “secuaces”, para designar a los infieles luteranos, ortodoxos, anglicanos, pentecostales, bautistas y otros de parecido jaez… No se mencionaba, por supuesto, a musulmanes ni hinduistas ni taoístas; esos errores aberrantes no merecían ni un breve acápite.

Por aquellos días, mi padre daba lectura, en la sobremesa de los fines de semana, a menudo a través de la voz de mi madre, algunos textos sobre Mahatma Gandhi, Romain Rolland y Albert Einstein, personajes señeros que habían luchado, en las postrimerías de la primera mitad del siglo XX, por las causas de la paz, el entendimiento y la tolerancia entre los pueblos del mundo, batalla que parecía quimérica y aun utópica en medio de las más terribles conflagraciones, genocidios y atropellos a la dignidad humana, infligidos por tirios y troyanos, por güelfos y gibelinos, que en esto la naturaleza humana suele hacer oídos sordos, tanto ante admoniciones metafísicas como ante proclamas del materialismo dialéctico.

Una tarde, en la clase de religión, el cura Gutiérrez, panzón y ceceante, nos hablaba del grave tema de la condenación del alma. Su argumento era irrefutable: -“Quien haya conocido el mensaje de las Sagradas Escrituras –por supuesto que prescrita en versión católica–, y no la haya hecho suya, poniéndola en práctica en ritos y fundamentos de vida, -se condenará por toda la eternidad”…

La palabra eternidad aún me produce escalofríos, y cuando la escucho, imagino al cura extremeño, con su astrosa sotana negra y los ojos llameantes, amenazándonos con el fuego perpetuo y el rechinar de dientes…. No pude contenerme (la contención verbal es una virtud para mí impracticable), y aun a riesgo de ser sancionado por el atrevimiento, osé inquirirle:

-Padre Gutiérrez, según tengo entendido, Mahatma Gandhi leyó la Biblia y se declaró admirador del “Sermón de la Montaña”, pero, considerando que los principios fundamentales del credo cristiano ya estaban implícitos en el Baghavad-Gita, él seguiría profesando su antiguo credo hinduista… -Entonces, ¿Gandhi se condena, padre?

-Sí, se condena –bramó el salesiano, mientras golpeaba el pupitre con su puño velludo.

(Aquí, tanto mi fervorosa admiración por el libertador de la India, como mi locuacidad, me jugaron otra mala pasada).

-Si Gandhi se condena, ¿qué queda para usted… o para nosotros, Padre Gutiérrez?

Fui conducido por él mismo, alzado de una oreja, a la dirección del colegio. Se me aplicaron tres días de suspensión y mi matrícula quedó en carácter de condicional. Mi padre se abstuvo de expresar una protesta in situ, para fortuna del cura Gutiérrez. Mi madre, de seguro apoyada por la fortaleza de su auténtica fe cristiana, conversó con Raúl Silva Henríquez y obtuvo la absolución de mi condena temporal. Durante los dos años siguientes, mis calificaciones en Castellano y Religión nunca superaron el exiguo cuatro, pese a mis esfuerzos por entregar buenas tareas y destacar en las pruebas de materia específicas.

Es bueno recordar, ochenta años después, y para que no se nos vuelva flaca la memoria, que aquel régimen del pequeño ferrolano, uno de los más extensos y feroces en la historia del siglo XX (duplicó en tiempo a los de Hitler, Mussolini y Stalin), contó con el irrestricto apoyo del Papado y de la Curia española, por entonces decisiva como poder político e ideológico en el Vaticano, rectora totalitaria de las ideas e inquisidora de la convivencia social –aquí salta el grueso equívoco moral– en la España corporativista, donde el Ejército y la Iglesia, unidos de manera casi monolítica, mantuvieron a la patria de Cervantes y Teresa de Ávila como enclave dilecto de la discriminación, la miseria de vastos sectores y el oscurantismo a todo trance.

Francisco Umbral nos recuerda, en sus célebres crónicas sobre el Madrid bajo el franquismo, algunos rasgos peculiares del dictador, cuyas semejanzas tocan a nuestro mílite Augusto, discípulo y fiel admirador suyo.

A comienzos de la década de los 70, cuando Franco era reconocido y apoyado, desde hacía ya quince años, por los regímenes democráticos de Europa y por los Estados Unidos de Norteamérica, gracias a entregar numerosas bases militares en la Península, para la guerra cruzada contra el comunismo, todavía se llevaron a cabo en España ejecuciones sumarias. Hubo una intercesión del reformador Papa, Paulo VI, quien pidió a Franco clemencia para los condenados, a través de su Nuncio.

El dictador, ya en la senectud, no estaba para blanduras ni concesiones misericordiosas, pero nadie –ni siquiera yo– puede dudar de su capacidad política, de esa astucia que le permitió eludir el asedio de su par Adolf Hitler, para mantener a España lo más alejada posible de las contiendas de la II Guerra Mundial, cuando el autócrata gallego intuía la derrota militar del Eje. Así, Francisco Franco aceptó indultar a tres de los cinco condenados, y firmó, de su puño y letra (lo que pudiera parecer dudoso dos meses antes de su fallecimiento), el perdón. No obstante, los cinco inculpados por “terrorismo” fueron ejecutados.

¿Qué dirá el Santo Padre, allá en Roma…?, pudiéramos haber preguntado, como en un verso de Violeta Parra. Sí, Paulo VI pidió explicaciones, a través de su enviado pontificio, por la ejecución de aquellos rebeldes, vascos para mayor gravedad. La respuesta, simple y escueta, no tardó en llegar: el motorista que llevaba el decreto de indulto había acudido con veinte minutos de retraso al cadalso. Franco habría añadido, con su gracejo irónico o más bien gallega retranca: -“Yo no conduzco motocicletas, Su Santidad”.

Francisco Franco Bahamonde era hombre de hábitos sencillos, y aun frugales. Solía beber agua mineral con cubos de hielo y azúcar negra. Su considerable patrimonio personal, luego de casi cuatro décadas de poder omnímodo, resulta modesto al lado de las riquezas que cualquier productor, mercader o especulador (o político ventajista o ex mandatario o paniaguado del sistema, o tiranuelo de repúblicas bananeras) extraen de sus países para ponerlos a buen recaudo en paraísos fiscales. Y aquí surge otra semejanza con Augusto Pinochet, pues la mayor parte de aquella fortuna corrió por cuenta de la parentela de su mujer, Carmen Polo.

Se trata pues, de católicos de educación y práctica (me refiero a los ritos) o cristianos de otras confesiones, que carecen de todo escrúpulo a la hora de beneficiarse con la expoliación del prójimo… El pequeño ferrolano, al igual que su vástago sudaca de esta flaca y esmirriada isla del Último Reino, era creyente de misa y comunión diarias. Todo un ejemplo de catequesis aplicada, diría don Ramón del Valle-Inclán, si le hubiese conocido, pero murió –el bueno de don Ramón– en el mes de enero de 1936, hace ochenta años, en su amada Santiago de Compostela, antes de que los militares españoles iniciaran el baño de sangre y fueran proclamados, por Pío XII, “Cruzados del Siglo XX”.

En 1492, los Reyes Católicos expulsan a judíos y moros que se niegan a abjurar de sus creencias religiosas. Para los conversos, entre los que está la familia de los Cervantes y Saavedra, la existencia se hará difícil, expuestos a la delación por “prácticas satánicas y judaizantes”, con el ojo de la Santa Inquisición escrutándoles en la vida íntima y en la existencia social. En 1494, el Tratado de Tordesillas divide el Nuevo Mundo de la conquista y apropiación en dos grandes bloques, repartidos entre los católicos reinos de Castilla y de Portugal, con la bendición y aquiescencia del Papa de turno. El capitalismo inaugura entonces su era de quinientos años de despojos y latrocinios, aún no concluida.

Siglos de enconadas guerras de religión. En los albores del tercer milenio después de Cristo, otros fundamentalistas procuran, a sangre y fuego, imponer la supuesta voluntad propiciatoria de su dios aniquilador, para el bien de los seres humanos… Para Aristóteles, el fin último de la Filosofía era que el hombre adviniese bueno. El maestro del pensamiento occidental no era cristiano ni profesaba algún monoteísmo esencial, pero creía en el bien nacido del conocimiento, basado en la razón y la virtud, para el logro de la felicidad.

Amigo lector, esto de la bondad humana, surgida como beneficio de la práctica religiosa y de su adoctrinamiento catequístico, constituye una de tantas falacias con la que los propietarios del reino de este mundo –la superestructura, que decía Marx– nos siguen dando monedas de níquel a cambio del tesoro efímero e individual del tiempo enajenado.