Opinión

Derechos de propiedad

Los conquistadores españoles traían con ellos un cura y un escribano, a lo menos. En nombre de Dios y del Rey, tomaban posesión de cuanto abarcaba la vista, considerando los cuatro puntos cardinales. El escribano registraba todos los detalles que el idioma le proveía, con ciertas dificultades de nominación frente a las inmensidades del Nuevo Mundo. Fueron las primeras escrituras de propiedad, hace quinientos años: “Lo que ven mis ojos es para el Rey y para mí…”. La palabra escrita, por voluntad soberana, se vuelve Ley.

Por supuesto que en aquellas mensuras y repartos terrestres no contaban para nada los habitantes originarios. El procedimiento que a éstos se aplicaba era claro y escueto: aceptar aquellas nuevas divinidades apropiadoras en su extraña trinidad, acompañadas de otras menores, como la virgen y los santos; arrodillarse sin reclamo ante el signo del crucifijo, o perecer bajo la espada, arma que tenía también forma de maderos en cruz, ese signo atroz donde fuera inmolado el Nazareno, el mismo que exhortara a sus discípulos a desprenderse de lo propio para brindarlo al prójimo menos favorecido.

Graciela Huinao, poeta mapuche, lo resume en brevísimo e inmejorable poema, con título numérico de efemérides:

1492

Nunca fuimos

el pueblo elegido

pero nos mataron

por la señal de la cruz.

¿Se puede, de buena fe, dudar del origen violento y avasallador de la propiedad, privada y pública, en nuestro remoto reino de Chile?

El Gobernador de entonces, refrendado por el Cabildo (no siempre), asignaba las posesiones territoriales (solares, predios, haciendas, minas) a sus favorecidos o encomenderos, reforzando el patrimonio de éstos con las llamadas ‘mercedes de indios’, generosas asignaciones de mano de obra gratuita y forzada. Se excluyeron de esta repartición, hasta finalizar el período de la Conquista, los territorios al sur del Biobío, salvo las tierras aledañas a las ciudades de Concepción y Valdivia, y, más al sur, el archipiélago de Chiloé, arrebatado a los Chono y Huilliche.

Se estima que en las tierras de la llamada Araucanía habitaban alrededor de trescientos mil nativos de las etnias Mapuche y Pehuenche, en un vasto territorio que se extendía hacia el este, más allá de la actual frontera con Argentina, y hacia el sur, entre Puerto Montt y la Isla Grande de Chiloé, comarcas que se mantuvieron rebeldes e independientes desde finales del siglo XVI, cuando los españoles admitieron la imposibilidad militar de vencerlos. Así, luego de la independencia de Chile de la corona española, en pleno período republicano, se celebró un parlamento general con los Mapuche que habitaban al sur del río Biobío, acordándose un estatuto que regulaba las relaciones entre éstos y los criollos y mestizos del incipiente gobierno republicano (enero de 1825; Parlamento de Tapihue). No obstante aquella muestra de recíproca buena voluntad, posteriores hechos e intereses de dominación dejarían sin efecto el singular tratado.

Hacia 1850, con el propósito de incorporar nuevas tierras y ejercer “soberanía territorial plena” en el sur de Chile, el Estado articuló un plan de estímulos para el asentamiento de inmigrantes extranjeros, a través de la Ley de Colonización de 1845, bajo el mandato del presidente militar Manuel Bulnes, que buscaba colonizar el territorio entre Valdivia y Puerto Montt. A cargo de esta labor in situ estaba Bernardo Philippi, quien viajó a Alemania y logró convencer a un grupo de laboriosos germanos protestantes para asentarse en el sur de Chile, pasando por alto las protestas de la jerarquía católica y sus fieles ultramontanos. En 1846, el primer grupo de colonos se ubicó en torno al sistema fluvial del río Valdivia, para luego explorar la cuenca del lago Llanquihue.

Sin embargo, hacia 1870 el impacto de esta colonización impuesta sobre las comunidades mapuche y huilliche, sobre todo, se hizo sentir con el obligado éxodo de los habitantes originarios hacia tierras altas y cada vez más paupérrimas… Lo que no habían logrado los hispanos con sus huestes de iracundas ferreterías, se lo apuntaban los mestizos como “proeza histórica”. La expansión hacia nuevas tierras feraces, debido a una economía principalmente agraria, implicó una interminable serie de flagrantes irregularidades para usurpar terrenos que pertenecían a las comunidades indígenas, que vivían allí desde tiempos prehispánicos, relegándolos a zonas geográficas marginales y destruyendo la comunidad, base de su organización social, religiosa y cultural.

A partir de 1885, el ejército vencedor de la Guerra del Pacífico acometió, bajo el mando del célebre coronel Cornelio Saavedra, la brutal y eufemística ‘Pacificación de la Araucanía’, alentada por los terratenientes de la época, con la entusiasta colaboración mediática de ‘El Mercurio’ y otros periódicos ‘civilizadores’. La espada y la cruz fueron sustituidas por el fusil y el aguardiente. Se completaba el despojo al precio de un virtual genocidio de aborígenes.

-Todo eso que usted cuenta es historia, es decir, memoria pasada, que no puede aplicarse de manera correctiva a la realidad actual… No sabríamos ni por dónde empezar ni cómo terminar.

-Parece usted un sesudo abogado.

-Lo soy, ¿y usted?

-Un simple escritor, por añadidura, cronista que hurga en los hechos históricos.

-Me lo imaginaba; tienen ustedes el prurito de torcer la realidad mediante ficciones líricas.

-Hágame el favor… Lo que he dicho se basa en sucesos comprobables…

-Que no sirven mucho a la hora de hacer cuentas y deshacer escrituras de propiedad, contrariando la expresa voluntad de la ley. Yo lo dejaría hasta aquí, con todo respeto.

El hombre dejó el vaso vacío sobre la barra y abandonó el bar, no sin antes lanzarme una mirada de arriba abajo, como quien aquilata calidades y desdeña falsas prosapias.

Pensé entonces que esta enorme ciudad hostil me debía algo, quizá una suerte de derecho de propiedad por haber pateado sus calles, de modo constante e incansable, durante siete décadas; por haber amado sus rincones como un adolescente enfebrecido... Pero la ciudad también puede tornarse un ente abstracto e inasible, como la Historia.

Alcé la mirada hacia la cordillera, acariciando con los ojos los millares de pequeños destellos de las casas que trepaban por la ladera de la montaña, hacia el norte, hacia el sur, hacia el oriente...

¡Cuán grande se ha vuelto la v¡lla de Santiago de la Nueva Extremadura, válgame Dios!…

¡Qué lástima no tener aquí conmigo a un buen escribano, para rehacer toda aquella antigua escritura deshonrosa!