Opinión

Crónicas de Michigan III: Michigan, comarca de los ríos y los bosques

Crónicas de Michigan III: Michigan, comarca de los ríos y los bosques

“Hay una sola manera de ser piloto o patrón de lancha, y ésta es atesorar por completo el río en tu corazón”

Mark Twain

Michigan, con sus dos extensas penínsulas, flanqueadas por enormes lagos, llena de ríos y bosques interminables, ha sido para nosotros –Marisol y yo– una deslumbrante sorpresa que no acabamos de asimilar. Aunque ella piense lo contrario, yo no me arrepiento de haber desistido de viajar a Nueva York, la colosal “Babilonia contemporánea”, como la suelen llamar sus cosmopolitas defensores, pues a pesar de vivir yo en una urbe tan populosa como Santiago de la Nueva Extremadura, con sus seis millones de ajetreados habitantes, mi ánima se gratifica en lugares de escasa población. (‘Conozco’ New York por las célebres trilogías de John Dos Passos y de Paul Auster, y por los Diarios de Poli Délano).

Warren, donde está el cálido hogar de los Gaarenstroom, que nos acoge, es una localidad o county donde no hay grandes edificios, salvo el de un hospital privado, de ocho o nueve pisos de altura. Las casas son, en su mayoría, de una planta, aunque las hay también de dos y tres, rodeadas de jardines y parques frondosos, de un verde lozano donde habitan infinidad de pájaros y ardillas, algunos mapaches y zorrillos, sin que nadie perturbe su existencia.

Steve y Nancy, nuestros amables anfitriones, pertenecen a lo que aquí se designa como middle class o clase media, sólido estrato social capaz de sobreponerse a las periódicas crisis del sistema, sin colapsar… Grupo muy deteriorado o venido a menos en nuestro Chile, donde tuvo una breve existencia entre los años 20 y 70 del pasado siglo, como expresión de mediano bienestar económico y acceso regular a los llamados bienes de la civilización occidental. Nos llama la atención la amplitud de estos barrios sin paredes divisorias ni muros erizados de puntas de lanza metálicas, ni mallas electrificadas; una que otra pequeña cerca para evitar que los animales domésticos invadan los predios vecinos; tampoco vemos perros guardianes, de esos que calificamos como de “extrema agresividad”. No existe la sensación de que una clase se defiende de la otra, como si de señores asediados por menesterosos enemigos internos se tratase.

Es un mundo sin amenazas acechantes, salvo las externas que, por ahora, parecen lejanas o parcialmente conjuradas. Esta acendrada actitud conservadora tiene sus raíces en lo que Max Weber desarrollara, de manera magistral, en su libro La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo. El progreso, el orden y la trascendencia están cautelados y no cabe contradicción alguna entre el reino de este mundo y el otro. Y cuando esta realidad se ve en peligro, muchos ciudadanos miran hacia figuras políticas fuertes y de línea ultraconservadora, como Barry Goldwater, en 1964, o como Donald Trump, ahora, en 2016, que les defiendan del caos; es quizá la búsqueda subliminal del superhéroe salvador.

Y aunque yo no pueda evitar –caro lector– este tipo de reflexiones, vuelvo a los parajes de Michigan que encantaron al padre de Hemingway, ese doctor aldeano que sabía combinar los constantes viajes como facultativo con el prurito de la pesca y la caza, luego que adquiriera una pequeña propiedad junto al lago Michigan, en la villa de Petoskey, donde construyó una cabaña para disfrutar los breves días estivales, pues aquí se dice que el año se divide en tres meses de verano y nueve de invierno. Y esto se le recalca al forastero cuando elogia, sin más, el paradisiaco paisaje, haciéndonos recordar también a Borges: “El paraíso siempre está en la vereda de enfrente”.

Cuando los pioneros y, más adelante, conquistadores, llegaron a estas tierras, vivían aquí tribus y pueblos, como los chippewa, menomini, miami, ottawa y potawatomi, tribus indígenas que eran parte del tronco familiar de los algonquinos; además de los hurones, que vivían donde hoy está localizada la ciudad de Detroit. Ambas penínsulas abarcan doscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados (poco menos de la mitad de la superficie total de España), y sus lagos equivalen a la décima parte del mar Mediterráneo, con un litoral de más de cinco mil kilómetros; comparaciones que nos ayudan a aquilatar la inmensidad de sus espacios… Los lagos Superior, Huron y Erie, son compartidos en la extensa frontera con Canadá; el cuarto de los grandes lagos, el Michigan, es en su totalidad estadounidense.

Cultura y civilización de carácter lacustre y fluvial. Aquí todos pueden ser marineros (o sailors de agua dulce), pilotos y aun capitanes. Como en los múltiples cauces del Mississippi, aunque aquí las aguas son frías o gélidas, y por ello la calidad de sus peces resulta incomparable… Nos llama la atención, mientras pescamos en las orillas del río Saint Clair, la envergadura de los barcos de carga que van y vienen, desplazándose entre Detroit, Port Huron y Thunder Bay, en Ontario, Canadá. Por el centro de este curso de agua, que une el lago Huron con el Michigan, se mueven con lentitud estos virtuales edificios de hierro, mientras las lanchas deportivas y de turismo sortean el constante oleaje que provocan sus desplazamientos.

En el museo naval de Shipwreck (naufragio), nos enteramos de los desastres navales debidos a las “tormentas blancas”, que desatan su furia en los grandes lagos, durante el mes de noviembre, sobre todo. Como paradigma de esas tragedias náuticas, está graficada la historia del terrible naufragio del navío capitaneado por Edmund Fizgerald, en 1913, junto a otras dieciocho embarcaciones. Más de diez mil personas han perecido en sus aguas, víctimas de sucesivos hundimientos. Y es que los vientos invernales carecen de barreras en las inmensas planicies, donde no hay montañas que puedan mitigar su paso avasallador.

Pero los territorios, con sus comarcas, ciudades, villas y otras locaciones, dicen poco si no entramos en contacto con los seres humanos que los habitan. Ellos son, en nuestro caso, dos familias: los Gaarenstroom, Steve y Nancy; los Conlen, Michael y Sharon, con sus hijas Madelaine y Olivia. En casa de los Conlen vivió nuestra hija Sol, durante trescientos treinta y tres días, entre 2012 y 2013, en virtud de un intercambio de la AFS (American Field Service), al que postuló, con la ayuda y el patrocinio generoso de su prima, Carmen Gloria…

Los Conlen nos regalaron un inolvidable fin de semana en la pequeña isla Russell, donde no se permite otros vehículos que los pequeños carros de golf, utilizados aquí para el transporte recreativo y funcional. En el único bar de la isla jugamos pool a la manera estadounidense, echando bolas a destajo, mientras bebíamos fuertes y variados cócteles. Un ambiente de sencilla y directa familiaridad.

Nancy y Steve, en cuya morada de Warren nos alojamos durante veinte días, nos han llevado a recorrer los más bellos y espectaculares parajes de Michigan, comenzando por Algonac –la tierra originaria de los desaparecidos algonquinos–. Luego, la ciudad de Detroit, para continuar viaje hacia el norte, deteniéndonos en el Hartwick Pines State Park, donde apreciamos la antigua foresta y los escasos ejemplares que se conservan del “pino blanco” (whitepine), con ejemplares de más de tres siglos. Siguiendo por la ruta septentrional, llegamos a la villa de Saint Ignace, en la ribera del lago Huron, después de cruzar el enorme puente de siete kilómetros que une ambas penínsulas en la conjunción de sus lagos Michigan y Huron.

Una hora después de haber arribado nosotros a Saint Ignace, se nos reunió Marge, la “abuela gringa” de Sol, luego de viajar quinientos kilómetros desde su casa ubicada en el extremo oeste de la Upper Península. Aquí las grandes distancias parecen no contar, cuando se tiene buenos caminos y mejores automóviles, menos para la encantadora y culta Marge, que nos agasaja con una cena a orillas del muelle, mirando la isla de Mackinaw, que más tarde conoceremos en su chispeante compañía… Observa las fotografías de Sol y sus ojos celestes brillan como esta bendita agua dulce que conforma un fructífero mar interior. Nuestra hija ha sido y es un puente capaz de unir con el afecto todas las distancias…

Mientras escribo esta crónica, sentado frente al jardín de la casa de Warren, Abbe, la nieta menor de los Gaarenstroom, de apenas cuatro años, que ha escuchado mi torpe y balbuceante inglés, me pone súbitamente a prueba, pidiéndome que pronuncie algunas palabras que ella modula, como maestra avezada, en perfecta prosodia: -Edmundo, say “breakfast”-. Repito: -“break-fast”…. –No, no, Edmundo, you are wrong (tú estás equivocado)… Y así procede Abbe, con cuatro o cinco palabras, hasta que su hermana mayor, Keelan, de seis años, intercede por mí: -It is enough, Abbe- (es suficiente, Abbe), y me mira con ojos conmiserativos, como si fuese yo un discípulo de preparatorias.

Cabe señalar que el inglés de Nancy y Steve es de nivel académico, y aun literario, pero he contado aquí con una extraordinaria intérprete, Marisol, que revive el inglés de sus años de Londres y se mueve como un pez entre las complicadas conjugaciones de la lengua de la “pérfida Albión”… Y es que no soy capaz de “pensar en inglés”, entonces hilvano mis frases desde una construcción castellana, traducida, con adjetivaciones excesivas, problema que se agudiza, pues, como ustedes saben, los vástagos de la lengua de Shakespeare usan de preferencia el sustantivo, la frase directa, sin parábolas, lo que puede apreciarse cabalmente en su literatura, en el mismo Hemingway, ahora que leo con fruición sus Historias de Nick Adams: yendo al grano y prescindiendo de toda retórica insustancial.

Nos alojamos en un confortable hotel, en la ribera del lago Huron, en esta villa de Saint Ignace cuyo nombre nos habla de la parcial colonización francesa de fines del siglo XVI… Desde el balcón, apreciamos la verde silueta de la isla de Mackinac o Mackinaw, en su remota prosodia indígena. Hay más nombres nativos que franceses, pero mientras éstos conservan su etnia viva, de aquéllos sólo restan unas cuantas palabras guturales… Es un hermoso enclave turístico, donde no se permite el tránsito de ninguna clase de vehículos motorizados, al que accedemos luego de una travesía de cuarenta minutos, que incluye pasar por debajo del gigantesco puente. Aquí todos transitan en coches tirados por airosos caballos percherones… Huele a boñiga y a orina de equinos, por todas partes; es un olor penetrante que me recuerda los días de la infancia.

La isla es un auténtico vergel en esta época del año, pero en exceso turística, tal vez, para nuestros hábitos de morosos viajeros. Los sonrientes aurigas y guías turísticos nos obsequian, sin embargo, una amabilidad espontánea y con matices de buen humor.

A la mañana siguiente, después de decir adiós a Marge y a su hija Peggy, Steve y Nancy nos llevan a recorrer la Upper Península, para llegar hasta las riberas del Lago Superior, que se abre como un océano de agua dulce, hacia una lejana línea gris azulada que corresponde a parte de la orilla sur canadiense. Desde allí, continuamos viaje hacia el oeste, en busca de la villa de Petoskey, donde quiero conocer los lugares de la memoria juvenil de Hemingway… Visitamos el bien implementado museo de la ciudad y el sector donde se exhiben fotografías, utensilios y libros del escritor.

Y me viene de súbito a la memoria una frase de mi buen amigo gallego, Antonio Chaves Cuiñas, hablándome en la casa-museo de Pablo Neruda: -“A los escritores hay que conocerlos a través de su obra y no por los cachivaches que coleccionaron”.

Todo se resuelve bien, media hora más tarde, cuando accedemos a una curiosa librería, instalada al borde del camino, en una vieja casa rural, donde están todos los libros del gran pescador… Nancy me obsequia Historias de Nick Adams; más tarde, ya en la morada Warren, recibo de sus manos La Casa del Aliento; ambas ediciones en inglés…

Nunca es tarde para aprender y el mejor aprendizaje, quizá, sea el que nos enseñó Ulises, aunque él no trajera consigo libros para saborear el vino del regreso.