Opinión

Carta a Ramón Loureiro

Carta a Ramón Loureiro

Hace un año escribí un texto (crónica, artículo crítico) por tu hermoso libro Diarios de la Última Bretaña, que no son diarios, sino más bien ensoñaciones poéticas atemporales, si es que nos es dado accionar fuera de este espacio-tiempo que nos comprime y agita, pero la imaginación, en alas de la fantasía, puede obrar ese y otros prodigios, sin duda, y aunque no soy muy fantasioso que digamos, admiro esa tu capacidad, asociada por mí a los mundos estéticos de Álvaro Cunqueiro, uno de mis favoritos de la Galicia Atlántica.

¿Es que hay otra Galicia?, preguntarás, Ramón Loureiro… Por supuesto, muchas, tantas como gallegos ensoñados y soñadores y morriñosos existan en todos los ámbitos de la Rosa de los Vientos, flor orientadora que debe haber sido inventada por algún gallego que soplaba una flor de vilanos, mirando hacia el mar proceloso donde los celtas vieron, con creciente pavor, cómo el Sol, dios de todos los oros y amaneceres y crepúsculos, se hundía en el remoto horizonte con el fragor colosal de todas las lareiras reunidas en una sola brasa ciclópea.

Y, además, contamos con la Nueva Galicia austral, Chiloé, Chilhué, “tierra de pájaros estridentes”, según su bella toponimia, comarca que aún queda por descubrir, porque al igual que la patria del Noroeste, el tamaño relativo de su geografía no se condice con sus múltiples rincones, desperdigados en las treinta y ocho islas del Archipiélago Mágico, según fuera bautizado por un poeta… A propósito de los espacios, un amigo escritor me manifestaba su extrañeza luego de mis nueve viajes a Galicia, preguntándome por qué no había aprovechado aquellos saltos sobre el gran charco para conocer otros países. Yo le respondía –sigo respondiendo de igual manera– que la inmensidad del Reino de Galiza amerita al menos cien viajes más, quizá una temporada de algunos años para ir recorriendo, morosamente, esa ‘Bretaña’ entrañable… como lo haces tú, Ramón, con tu Leica y tu pluma en ristre…

Ya ves cómo comienzo a divagar, a cambiar de planos y ámbitos, tal como tú sueles hacerlo, recordando yo a mi abuela de A Touza, Santa María de Vilaquinte, cuando me decía: “Todo se pega, Mundiño, menos la hermosura”. Es cierto caro Ramón, pero aterrizo para decirte que luego de leer, después de un año, la crónica-artículo-apología sobre tus Diarios, me pregunto quién la habrá escrito; de seguro yo no, porque me gustó mucho el texto y sentí impulsos de preguntarte quién había utilizado mi nombre para escribirlo y enviártelo por el éter cibernético… Si hasta me atrevería a felicitarlo, porque no está nada mal esa prosa evocadora.

Estoy pendiente de lo que ‘subes’ a Facebook, en especial tus “descubrimientos” y relecturas constantes sobre las gentes, la cultura y los rasgos siempre nuevos de la patria prodigiosa que nuestros antergos nos revelaron a través de sus viajes innumerables, en esa cadena de benditos huesos que unen (Castelao dixit), como un rosario infinito bajo el mar, el viejo continente con el nuevo, mejor que ese cable primero que la tecnología desenrolló bajo las aguas para que se escucharan las voces de los emigrantes, de sus parientes que preguntaban: -“E cómo vai, Pepiño… tes traballo dabondo en Bós Aires?”-. O: -“Aínda non chegou carta de Marisa en resposta á miña antes de Nadal”. Cuando alguien sea capaz de sacar a flote las voces del blanco rosario de nuestros muertos, ese sonido llenará el mundo y quizá el universo entero.

Me gustan tus referencias y comentarios acerca del atletismo, pasión que comparto en la memoria, con logros muy menores a los tuyos, claro, aunque recuerde aquella carrera mía de los 3.000 metros steeplechase que corrí en la pista del Estadio Nacional de Chile, en 1957, cuando cumplí dieciséis años, con ocasión de un Campeonato Interescolar y llegué cuarto a la meta, después de una torcedura de tobillo en el último obstáculo. (No me alcanzó para medalla de bronce, pero el premio lo llevo en la remembranza). Ahora me deleito caminando, sesenta años después de aquella linda prueba, como el peregrino insatisfecho que soy.

No suelo compartir tus entusiasmos por las huellas del catolicismo románico que a veces ponderas, porque como tantos hijos de la Iglesia milenaria, me aparté de ella en mi juventud, aunque sus huellas laten en esos rincones ocultos que son parte inexcusable de nuestra cultura y de la tradición, más fuertes en tu Galicia atlántica que en este Último Reino. A propósito, hace veinte años, estando en Galicia, pregunté a mi buen amigo Fernando Amarelo de Castro por el horario de las misas en Santiago de Compostela. Me miró, algo azorado, diciéndome: -“Es que no te entiendo, Moure, allá en el Santiago de la Nueva Extremadura hacías gala de agnosticismo… y aquí preguntas por las misas…”. –“Querido Fernando –le respondí–, siento que en la vieja Galicia hasta las piedras trasuntan la fe que algún día se nos extraviara”.

-Ya ves, Ramón, qué impredecibles somos los gallegos.

Unha forte aperta