Opinión

Amar a la patria

Parece una fábula

que yo me aprendí,
sueño de tomar
y de desasir.
Y es mi patria donde
vivir y morir.

Gabriela Mistral

En aquellos días lejanos se nos enseñaba Historia y Educación Cívica, como asignaturas importantes y aun decisivas en la formación del ciudadano en el que íbamos a convertirnos, de índole republicana y democrática, según el proverbial orgullo en boga. En ocasiones, zaheríamos a dos condiscípulos, uno boliviano y el otro nicaragüense, llamándoles “gorilas”, en abierta alusión a las dictaduras castrenses que padecían ambos países… Nosotros vivíamos en una República regida por la democracia, amparados en la Constitución Política de 1925, vigente hasta 1973, la que sería reemplazada por la espuria Carta de 1980. Nos burlábamos, pues, de las asonadas militares en esos países “inciviles” e “incultos”. No intuíamos entonces que, solo veinte años más tarde caeríamos en uno de los peores regímenes de facto en nuestra América del Sur, cuyos largos diecisiete años aún exudan los malos humores y las perniciosas influencias del autoritarismo cuartelero, unido, en la misma mano de hierro, con la derecha expoliadora.

Era extraña para nosotros aquella entidad, casi metafísica, que veíamos como una dama de túnica blanca, provista de antorcha dorada y gorro frigio de color granate en las estampas de Delacroix… Madre, pues, pero con el prefijo pater vuelto palabra hermafrodita. ¿Curioso, no? (Mucho más tarde iba a coincidir yo con el gran Alfonso Castelao en su perfecta denominación: Matria, que es también la metáfora de la “tierra madre”… Pero el horno, en esa época, no estaba para bollos feministas).

Los fundadores de la Patria habían sido guerreros, aunque no participasen en ninguna escuela militar, como el caso del Padre de este “largo pétalo de mar y vino y nieve”, que era hacendado (nunca agricultor ni menos campesino), para luego hacerse a las armas en procura de la independencia ante los “realistas” godos que nos oprimían (según fuentes históricas). José Miguel Carrera, eso sí, había hecho una sólida carrera militar, llegando al grado de Sargento Mayor de Húsares de Galicia, bajo cuyo rango combatió a las tropas del invasor napoleónico en las inmediaciones de Redondela, Galicia, en la célebre batalla de Puente Sampaio, entre el 7 y el 9 de junio de 1809… Y Manuel Rodríguez, guerrillero incansable de negro uniforme guarnecido de calaveras, era húsar de la muerte, con formación militar española. En este caso, como veis, informado lector, se impuso la hacienda geórgica a la viril espada. Quizá fuese la premonición de que íbamos a convertirnos en un largo y angosto latifundio, por los siglos de los siglos...

Pero los sustentadores permanentes de la patria-matria iban a ser también los guerreros, vueltos ahora militares de profesión y oficio. La historia de esta entidad era una sucesión de batallas, casi todas triunfales, aunque en las derrotas también seríamos campeones, como en Rancagua y en Iquique, donde los héroes se inmolaban (o huían) para resucitar desde la gloriosa ceniza, cada vez que la patria lo precisase. Así iba a cumplirse esta premisa, entre los años 1836 y 1839, en la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, con el triunfo de nuestras heroicas huestes; la historia se repetiría, entre 1879 y 1884, contra los mismos “países hermanos”, con similares resultados épicos, aunque favoreciendo de paso a las grandes y ávidas empresas foráneas del salitre. En 1861, el coronel Cornelio Saavedra, héroe nacional según el oficialismo histórico, inicia la “Pacificación de la Araucanía”, consagrada como epopeya por los militares, militaristas y gran parte de la derecha política chilena, aunque aquello no fuera –para muchos, entre los que me cuento- otra cosa que un virtual genocidio y el comienzo del avasallamiento, despojo y posterior aniquilación del pueblo mapuche, de su lengua y de su cultura, a manos del mestizo iracundo.

Doña Patria, pues, la blanca dama gloriosa, hacía mutis por el foro, como una madre que pondera y elogia las virtudes de algunos de sus hijos, para luego omitir sus flagrantes fechorías infligidas a los menos favorecidos. Nos preguntábamos, algunos amigos inquietos, ¿cómo podrían los Mapuche amar una patria hostil y aun asesina con los suyos? Eran preguntas inútiles y peligrosas, porque contravenían la historia oficial, canónica, por así decirlo. Tampoco eran tiempos para que los jóvenes y novatos opinasen en las aulas del colegio, algo que resultaba inconcebible. En casa era distinto. Nuestros progenitores eran partidarios de que hablásemos en la mesa y nos inducían a ello, no siempre con óptimos resultados. Así, recuerdo una encendida sobremesa nocturna en la cual el tópico de discusión era el trabajo. Yo aún no cumplía los diez años, pero, aprovechando la pausa natural en que se escanciaba el vino, metí baza:

-El trabajo honra y dignifica-. (En alguna parte se me había quedado grabada la frasecita).

Recibí un coscorrón de mi padre, difícil de olvidar bajo su pesada mano campesina.

-¿Y por qué me pega…?

-Por huevón. Ya te darás cuenta, cuando crezcas, de lo que has dicho…

En cuanto me repuse, pensé que el trabajo, como bien necesario y gratificante, tendría que provenir de la Patria, dama ecuánime y justiciera, ángel tutelar de la Religión y de la Familia (con mayúsculas), a la que debiéramos agregar la Propiedad, aunque esta se nos figuraba mucho más esquiva que las anteriores, según podíamos apreciar a nuestro alrededor… En cuanto a la Familia, puede volverse ajena y hostil, sin duda.

Con el correr de los años aprenderíamos que la “Patria de todos” puede llegar a ser una virtual entelequia en manos de sus propietarios. Sí, porque posee dueños concretos de su acotada superficie, con predios delimitados y precisos, defendidos por las instituciones y servicios públicos creados por quienes sostienen en sus manos las riendas del poder. Pero todos éramos –somos- dueños de su hermosa bandera y del himno nacional que la canta y prefigura como “copia feliz del edén”, aun cuando en el escudo emblemático nos topemos con ese lema que escandalizó a Miguel de Unamuno: “Por la razón o la fuerza”. Tenemos también la camiseta roja de la selección de fútbol, que nos ha llevado a dos sucesivas glorias en el pasado 2016… Bueno, sí, la cordillera y el extenso océano y los varios paisajes. (Nada digo de la empanada, porque prefiero, con creces, la gallega que cocinaba mi abuela Elena).

-Y Gabriela y Pablo –hubiese yo gritado en la perdida sobremesa, sin que me infligieran golpe alguno, sino una sonrisa, limitada –claro- al ámbito marginal de las artes que la lúcida Patria ha previsto para nosotros.

Ciro Alegría nos reveló que “el mundo es ancho y ajeno”, para establecer cómo los poderes “patrióticos” de su época habían consagrado el despojo de millares de campesinos de las etnias originarias en el vasto Perú, hecho que las historias oficiales continúan soslayando en nuestra América, como ocultan las matanzas y las apropiaciones.

Por otra parte, podemos apreciar de qué manera se ha ido enajenando nuestra “soberanía” -supuesta hija predilecta de la Patria-, entregándola a empresas multinacionales, sin bandera ni etnia determinada, muchas veces... (Bien lo saben Sebastián Piñera y los suyos).

Así, connotados “patriotas” depositan a buen recaudo sus dineros en “paraísos fiscales” sin otra filiación que la de la verde enseña de todos conocida, esa que reza “In God we trust”, movidos por la muy noble convicción de que en sus países nativos no hay suficientes seguridades para la inversión y el capital peligra…

-Bueno, basta. Entonces, ¿nos quedan las “pequeñas patrias”, la casa originaria, la aldea remota; o la infancia, quizá, como la única patria posible?

-Pudiera ser, pero ellas son patrias esfumadas en la memoria, un País de Nunca Jamás, no la realidad que esperaríamos para confortarnos como auténtica comunidad.

-Luego, ¿qué?...

-Nos quedan las palabras; ellas son para mí la única patria que amaré, sin condiciones, hasta el último silencio.