Opinión

A una aldea gallega

Ahora que vago por una plaza porteñatengo la sensación de haber soñado algo que existeo que existió en mi infancia. Creo recordarla voz de mi padre –que perdura– hablandode remotos mares, de ciertas vigilias,de nombres que usaban los señoritos.También me parece escuchar despojos del clero,algo de la luz y de la tiniebla.
Ahora que vago por una plaza porteña
tengo la sensación de haber soñado algo que existe
o que existió en mi infancia. Creo recordar
la voz de mi padre –que perdura– hablando
de remotos mares, de ciertas vigilias,
de nombres que usaban los señoritos.
También me parece escuchar despojos del clero,
algo de la luz y de la tiniebla. Actos irrevocables,
decía, mientras su mirada arrebataba un sueño.
Y mencionaba a fenicios, a sajones, a sarracenos.
(Tuve la sensación, mientras mi madre
bordaba una pañoleta blanca, que algo nuevo
crecía en el universo, que se agregaba un tiempo,
ciertos símbolos, cosas sigilosas que convergen
en tardes inmemoriales, en el fulgor del asombro,
en la precisa lluvia que depara el crepúsculo.)
 Estos colores pródigos fecundaron la distracción
y la vagancia. Fue como si se hubiese purificado algo.
Una ilusión, tal vez, una suerte de ilusión
de la ternura en el exilio, una mitología que arrastro.
Desconozco si es agonía o fugacidad del viento.