Opinión

La voz de los iluminados

El contexto de discriminación y extrañamiento provocado en la Argentina, desde mediados del siglo XIX, por las oleadas de inmigrantes resulta por lo menos complejo, cuando no también contradictorio. Como suele ocurrir, y desgraciadamente muy a menudo, el verdadero ajuste de cuentas vino desde arriba. Y supo tener sus ideólogos, que los retratan a ellos mismos de una forma tal como nunca se hubieran siquiera imaginado.
La voz de los iluminados
El contexto de discriminación y extrañamiento provocado en la Argentina, desde mediados del siglo XIX, por las oleadas de inmigrantes resulta por lo menos complejo, cuando no también contradictorio. Como suele ocurrir, y desgraciadamente muy a menudo, el verdadero ajuste de cuentas vino desde arriba. Y supo tener sus ideólogos, que los retratan a ellos mismos de una forma tal como nunca se hubieran siquiera imaginado. Y que retratan también, al mismo tiempo, a una época que en la Argentina supo darnos igualmente otros frutos, mucho menos amargos: la Ley 1420 de enseñanza pública gratuita, obligatoria y laica, y la Ley Sáenz Peña del voto popular secreto y también obligatorio. Lo que ya nos trae a una historia mucho más actual, por la que todavía estamos luchando.
No es por ensañamiento, pero nos toca volver al autor de la inefable ‘Juvenilia’ (que entibió mi propia adolescencia porteña cuando entré, de la mano de mi padre inmigrante, en el legendario Colegio Nacional de Buenos Aires donde transcurre su acción). En su ‘Prosa ligera’, ese mismo Miguel Cané que, como vimos, presentó el proyecto que dio lugar a la inquietante y represiva Ley de Residencia, dejó estampado lo siguiente: “¿Dónde están los viejos criados fieles que entreví en los primeros años en la casa de mis padres? ¿Dónde aquellos esclavos emancipados que nos trataban como a pequeños príncipes, dónde sus hijos, nacidos hombres libres, criados a nuestro lado, llevando la vida recta por delante, sin otras preocupaciones que servir bien y fielmente? ... Hoy nos sirve un sirviente europeo que nos roba, que se viste mejor que nosotros y que recuerda su calidad de hombre libre apenas se le mira con rigor...”. Realmente, esta radiografía más que íntima no tiene desperdicio.
¿Y qué decir de un positivista tan egregio, inclusive evolucionista, claro que en una dirección insospechada, como ese mismo José María Ramos Mejía, como Cané también supuesto patricio argentino, que todavía sigue dando su nombre a tantos topónimos? Con el mismo aire sesudo y afectado que impregna sus tratados, pudo pergeñar algo como esto, también absolutamente ilustrativo: “Al llegar ese embrión en su desarrollo, ese embrión primitivo primero, el inmigrante, debía haber revertido en el orden social algo así como la estructura anatómica de los peces, más tarde la de los anfibios y por fin la de un mamífero, quiero decir que habría seguido en el orden de su perfeccionamiento intelectual y moral un transformismo semejante... es un cerebro lento, como el de un buey a cuyo lado ha vivido, miope en la agudeza psíquica, de torpe y obtuso oído en todo lo que se refiere a la espontánea y fácil adquisición de imágenes por vía del sentido cerebral”.
Como se ve, el fragmento es desopilante. Y lo que más nos asombra es, quizás, la propia capacidad de asombro. ¿Cómo se puede justificar con un barniz cientificista tanto engreimiento y tanto prejuicio, tanta ceguera y tanta mala fe? Y si éste era el clima predominante en la sociedad argentina entre los supuestos iluminados, ¿qué podía esperarse de las mentes aún menos esclarecidas? Además de los agravios por razones bien concretas, ¿quizás hay también algo visceral, un rechazo casi orgánico que parece recorrer de arriba abajo a nuestra entera sociedad?
De tal modo que, aunque nos veamos obligados a citar nuevamente a Ramos Mejía, él mismo nos proporciona el absurdo de una inimaginable conclusión. Si en su libro ‘Las multitudes argentinas’ se animó a decir: “Por eso, aun cuando lo veáis médico, abogado, ingeniero o periodista, le sentiréis ese olorcillo a establo...”, refiriéndose a los hijos de inmigrantes que alcanzaban un título universitario, ¿qué diríamos de esos mismos hijos argentinos o sus descendientes que, aún hoy, continúan zahiriendo a sus propios ancestros? Volveremos sobre eso.
Por otro lado, la instauración del llamado ‘Día de la Raza’, concretada hacia 1917, durante el gobierno de Hipólito Yrigoyen, no resulta una adecuada solución de estos asuntos sino, en cambio, una especie de reducción al absurdo. Por más visita de infanta real española que nos haya acarreado a los argentinos el primer centenario de la límpida Revolución de Mayo, por más Himno Nacional que hayamos mutilado en sus estrofas para no ofender a las nuevas relaciones aconsejadas por el cambio de las circunstancias, imaginar a nuestro pueblo fruto sin duda de diversos y fecundos mestizajes como hijo de alguna imaginada raza, no sólo no es real, sino que irrisorio. Y, dado el caso, hasta incluso cruel.
Si la línea de descendencia que, para ciertos argentinos, se imaginó racial bajando desde las carabelas de Colón fuera tan cierta, no sólo no sabríamos dónde poner a los indígenas, que estaban antes, o a los negros, que trajeron consigo los conquistadores, sino a la multiplicidad de naciones inmigrantes que fueron convocadas después. Basta leer los apellidos que figuran en la guía telefónica para comprobar que aquí, en la Argentina, si es que las razas realmente existen, nunca hubo en realidad una sola.