Opinión

Viejas virutas

Volvemos a las andadas arrastrados por entuertos, campos yertos, soledades cortadas al filo de una navaja y una sed devoradora de que don Quijote de la Mancha siga tan vivo y espabilado como hace la friolera de cuatro siglos, cuando ya la batalla de Lepanto era una forma de arar en el mar de Occidente y los calabozos de Argel polvillo y viruta de las mediterráneas costas sarracenas.¡Que le vamos hacer! Cada año es el turno del Quijote.
Volvemos a las andadas arrastrados por entuertos, campos yertos, soledades cortadas al filo de una navaja y una sed devoradora de que don Quijote de la Mancha siga tan vivo y espabilado como hace la friolera de cuatro siglos, cuando ya la batalla de Lepanto era una forma de arar en el mar de Occidente y los calabozos de Argel polvillo y viruta de las mediterráneas costas sarracenas.
¡Que le vamos hacer! Cada año es el turno del Quijote. Y que me disculpe el lector o lectora si volvemos en pos de los vericuetos de  sus páginas, pues sentimos la sensación muy cierta de que lo estamos redescubriendo y disfrutando como jamás lo habíamos hecho.
Cuando era niño –y lo he sido alguna vez– las arrebatadas y fantasiosas aventuras del Caballero de la Triste Figura y su fiel escudero Sancho, me aburrían soberanamente, pues aquel añejo castellano cercano a Juan de Herrera, Garcilaso de la Vega, Gutierre de Cetina –“Ojos claros, serenos / si de un dulce mirar sois alabados, / ¿Por qué, si me miráis, miráis airados?”–, era enredoso en demasía, retorcido, porfiado y muy cetrino, al ser las haches cristianizadas en efes, las jotas revestidas  de equis, y todo por cuenta y barruntos de la lengua cervantina.
Ya de joven, al viejo  uso moderno, leí otras cosas sin orden ni sentido, entre ellas un libro, hoy arrinconado en algún lugar de la biblioteca y que esta pasada noche intenté encontrar sin éxito para verle la cara y saber de verdad si aún nos seguía azorando.
Llamado ‘El amor, las mujeres y la muerte’ de Arthur Schopenhauer, me dejó heridas, dudas y miedos tan profundos, que en cierta forma aún hoy soy hijos de un infrecuente desespero.
Ahora, en la empinada cuesta del ser y el existir, vuelvo los ojos, como Quevedo, a los predios de nuestras soledades, y regreso a las páginas de Cervantes con la ansiedad del marino sin puerto o el lobo estepario al encuentro de la madriguera cuando ya las nieves de la existencia cubren la estepa del alma  de negrura, silencio y brisa cortante.