Opinión

Ese vasto baúl

En alguna parte de la ciudad o en un perdido confín, en la soledad de su aposento o bohío, el gemidor amante le escribe al afán de ese fuego interno que incendia pero no consume: “Madrigal ardiente: la lluvia ha salpicado los campos de suaves tonos. La arboleda retiembla y algunas ramas han comenzado a germinar con una desusada fuerza. En alguna parte es primavera y la vida regresa de nuevo empujada por el soplo amoroso que siento por ti”.
En alguna parte de la ciudad o en un perdido confín, en la soledad de su aposento o bohío, el gemidor amante le escribe al afán de ese fuego interno que incendia pero no consume: “Madrigal ardiente: la lluvia ha salpicado los campos de suaves tonos. La arboleda retiembla y algunas ramas han comenzado a germinar con una desusada fuerza. En alguna parte es primavera y la vida regresa de nuevo empujada por el soplo amoroso que siento por ti”.
Alguien podrá señalar que tan corto texto es “lúgubre cursilada”; no cuando de cariño se trata. Lo dijo Fernando Pessoa: “Todas las cartas de amor son ridículas. / No serían cartas de amor si no fueran ridículas”.
Algunos de nosotros ceñimos con la palabra amistad, tiempo de compartir el compadreo hasta la eternidad si es preciso, sin llegar a la afinidad íntima de la pasión.
Eduardo Galeano, en ‘El libro de los abrazos’, comenta que en los alrededores de La Habana llaman a los amigos “mi tierra” o “mi sangre”. En otras latitudes de Iberoamérica, dependiendo del país, “mi pana” o “mi llave”.
El poeta Shelly, certero con sus dardos, expresa: “Amistad es una sonrisa entre ceños fruncidos. Un  resplandor amado. Una excepción, un refugio, una delicia”.
En ese vasto baúl sin fondo hay  suficiente para escoger.
A lo largo del hálito amoroso de todo hombre o mujer, en cierta forma hemos ido dejando sobre los mostradores de nuestras prisas, entre los pasajes de la rapidez, pedazos de esencias candentes con el deseo de reverdecer la afinidad.
Y así, cuando sentimos un requiebro, el suspiro de unos ojos cruzados con los nuestros, el vaho de un gemido o la galantería de un piropo al encuentro de un cuerpo joven excitablemente hermoso, nos volvemos tarambanas.
Desdoblamos un papel ambarino. ¿Cuándo fue escrito? Posiblemente hace una eternidad en el tiempo: “Galatea: por ese entonces te entusiasmaban el vuelo de las gaviotas. Una tarde reposaste tu mano tierna sobre las hojas del libro que leía. Levanté la mirada. Tus ojos eran dos ascuas de luz. Fuiste parca y sincera: “Mañana parto al encuentro de la otra orilla del mar”.
No regresaste. Pasaron los meses, demasiados, y aún ahora, con el tiempo encorvado sobre los hombros, alguna noche en el balcón de la vereda palpamos esa cicatriz que dejaste taladrada en la piel.
¡Dios del cielo protector, aún supura!