Opinión

Tierra hiriente

Suelo ir a Israel con alguna frecuencia, por estar sobre esos surcos resecos la razón más característica de mi fe cristiana.Ninguna otra religión, incluida la mía, tiene tanta fuerza mística.

Suelo ir a Israel con alguna frecuencia, por estar sobre esos surcos resecos la razón más característica de mi fe cristiana.
Ninguna otra religión, incluida la mía, tiene tanta fuerza mística. Si a esto se unen los amigos hebreos, cada vez más numerosos, el trato siempre cordial del gobierno de Tel Aviv hacia nuestra persona y la extraordinaria literatura que ese pueblo ha sembrado en nosotros, se entenderá el apego emotivo por los hijos del Talmud, la Cábala y la Torá.
Existe una fiesta judía por la que siempre siento una atracción especial por lo que asumen de humana: es el ‘Yom Kipur’ o Día del Perdón. Un tiempo para la aflicción del alma y el arrepentimiento de los pecados, una festividad más recubierta de solemnidad que de tristeza, destacando en ella una liturgia rica en plegarias penitenciales y cantos, pero ante todo un descubrir a Yahvé, pues en esta solemnidad el judío errante, el apartado del sendero, acude normalmente a la sinagoga para seguir manteniendo viva, aunque sea débil, la lámpara de su creencia interior.
Para un cristiano con roída fe hidalga, seca y árida por lo demás, el Día del Perdón –sublime sobrenombre– posee un significado humanista tan profundo que nada tiene que ver con ello ese aprendizaje o estudio de su creencia guardada en la tradicional ley judía –la Mishná y la Guemará– norte y soporte de esa connivencia con Dios.
Un proverbio dice: “El hombre que perdona a sus enemigos haciéndoles bien, se parece al incienso, el cual embalsama el fuego que le consume”.
En la mayoría de los momentos, uno perdona tanto como ama. Un día escribimos –y alguien se asustó– que el único oficio de Dios es el de perdonar. No tiene otro; posiblemente amar, pero lo primero va unido inexorablemente a lo segundo.
Un pueblo, anteponiendo en lo más profundo de su esencia un día para el perdón, merece admiración. Sé poco de los conceptos hebraicos, a lo máximo lo arrancado de alguna que otra lectura, pero existe algo en esa antigua fe, en la forma ancestral de su riquísima liturgia, que me embelesa, envuelve mi deteriorado humanismo en una esponja y lo refresca.
Una noche en el Kibutz Kfar Guiladia, en la frontera del norte, unos colonos levantaron una hoguera y en un coro de regocijo unido por la camaradería, alguien rompió el aire con un balada popular. No recordamos todas las estrofas, sólo algunas por el significado asumido por nosotros tiempo después, aunque eso sea ya otra historia.
“Dejemos atrás lo que hubo,/ vivamos sólo en el canto”.