Opinión

El simio inerme

La historia del Hombre es el proceso mediante el cual éste lucha por domeñar la Naturaleza. Verdad devenida en lugar común que hoy se nos presenta como intento precario e inútil frente a las incontrolables fuerzas telúricas.
La historia del Hombre es el proceso mediante el cual éste lucha por domeñar la Naturaleza. Verdad devenida en lugar común que hoy se nos presenta como intento precario e inútil frente a las incontrolables fuerzas telúricas. Huelgan los ejemplos, pero podemos apuntar algunos muy cercanos en el tiempo: tormentas y tornados que arrasan la ciudad de New Orleans, en la geografía del país más poderoso de la tierra, desnudando la debilidad de medios para paliar la tragedia; terremotos en Haití, Chile y la China milenaria; tsunamis y maremotos en Indonesia y en el sur de Chile; inundaciones descomunales en Río de Janeiro; erupciones en Islandia que impiden los vuelos de aviones en Europa, provocando el caos en el transporte del siglo XXI.
La Tierra es un ente vivo, caprichoso para el homo sapiens, intratable y veleidoso. Se dice que el daño ecológico infligido por la irresponsabilidad humana en el auge desenfrenado de la industrialización es el causante indirecto de muchas catástrofes. Especulaciones, porque los desastres naturales han ocurrido desde que tenemos memoria social e histórica. Antiguamente (y no tanto) las conmociones geológicas se atribuían a la ira de Dios, a ese castigo latente que nuestro atávico sentimiento de culpa endosa a un ser supremo lleno de cólera frente al pecado de los bípedos que creó del humus, como pobres figuras hechas de barro, hijas de la culpa original donde el sexo ha sido (y es) la serpiente perversa.
Un pastor protestante chileno, jefe de iglesia, regalón de la dictadura militar, atribuyó el atroz terremoto del 27 de febrero a la “inmoralidad en que vivimos” y a la consecuente acción punitiva de Jehová. Aplaudió al gobierno derechista por recurrir a las fuerzas armadas para imponer el orden público ante los saqueos. La fórmula es simple: el pecado acarrea el caos y la furia del Eterno; la virtud se hermana con el orden y atrae la bendición suprema. (Esto es dudoso a la luz brutal de la estadística, porque nadie ha develado la inextricable voluntad divina y todo al respecto parece un juego de suposiciones y deseos incumplidos. Dios suele “castigar” o “favorecer” por parejo a inocentes y malhechores, a creyentes y ateos, a santos y malandrines, a niños y ancianos). Así, quienes sufrieron la muerte de seres queridos y la pérdida de hogares y otros bienes, suelen empeñarse en aceptar aquella voluntad que se vuelve absurda entelequia y justificación extrema del propio desamparo. Por otra parte, quienes fueron menos perjudicados agradecen la bondad de Dios como gracia personal, concedida también misteriosamente, como si la omnipotencia de aquella mano inconmensurable jugara a los dados con la suerte de seres contiguos: “a ti te toca, a mí no”, en atroz e indescifrable lotería.
El largo y angosto territorio de Chile guarda en sus entrañas el cuarenta por ciento del potencial sísmico del planeta. La historia de nuestros terremotos y cataclismos llenaría una profusa biblioteca. Uno de los sismos paradigmáticos fue el del ‘Señor de Mayo’, con su cuento milagroso y su derrumbe fatal:  

El lunes 13 de mayo de 1647 a las diez y media de la noche se desató el que sería llamado el Terremoto Magno, un movimiento telúrico de más de quince minutos de duración. Es el mayor terremoto que registran las crónicas coloniales, y redujo a escombros la ciudad de Santiago, provocando una aguda crisis económica en un país que, además, había sufrido devastadoras sequías. A los continuos temblores y las lluvias que se dejaron caer durante diez días, se debe agregar el ‘chabalongo’, nombre autóctono para referirse al tifus, que mató a dos mil personas.
La destrucción fue tal que, rápidamente, se propagó por la conmovida ciudad y sus sobrevivientes la noticia de que el Señor de la Agonía, de la iglesia de Nuestra Señora de la Gracia, conocida popularmente como San Agustín, salvó incólume, luego de que cayeran la Catedral y la Iglesia de la Compañía, así como la mayoría de los templos y conventos de la ciudad. Al crucifijo de tamaño natural, con una efigie de madera policromada, obra de Pedro Figueroa, del llamado Señor de Mayo, la corona de espinas le cayó hasta el cuello de un modo que fue considerado milagroso. Esa misma noche se organizó una procesión con la efigie hasta la Plaza de Armas, romería que, desde hace 360 años y hasta hoy, se realiza cada trece de mayo al anochecer…

El reciente terremoto de febrero 2010 no respetó los templos católicos. La destrucción fue generalizada e implacable en la extensa zona del sismo. Mejor suerte corrieron las iglesias protestantes, de construcción más ligera, sin duda. Esto avalaría la tesis punitiva del pastor de marras, porque al parecer su grey está pecando bastante menos que la católica, a la luz de los últimos sucesos que conmocionan al Vaticano.
En casa, cuando niños, rezábamos a San Miguel, conjurador de temblores y amenazas geológicas. Nuestra querida abuela Fresia le tenía una fe enorme. De hecho, jamás sufrimos graves estropicios ni menos daños personales… La misericordia divina, hermanos, puede ser infinita, aunque ignoremos sus extraños designios.