Opinión

Saint-Pol-Roux, el Magnífico (y II)

(Viene del número anterior)Entre ellos, no es casual que el grupo de los brillantes jóvenes que iban a dar lugar a la revolución surrealista, lo percibieran de inmediato.
Saint-Pol-Roux, el Magnífico (y II)
(Viene del número anterior)

Entre ellos, no es casual que el grupo de los brillantes jóvenes que iban a dar lugar a la revolución surrealista, lo percibieran de inmediato. André Breton lo proclamó estentóreamente, a los cuatro vientos, desde el número de homenaje que Les Nouvelles Littéraires le consagró en 1925: “Saint-Pol-Roux tiene derecho entre los vivos al primer lugar, y conviene saludarlo entre ellos como el único auténtico precursor del movimiento llamado moderno. Sería fácil mostrar lo que el cubismo, el futurismo, el surrealismo le tomaron prestado sucesivamente. Y de establecer que sin saberlo él quizás, su influencia, confesada o no, que ella se ejerza directamente por su obra o a través de alguna otra, no hace desde veinte años atrás sino revelarse más determinante y aumentar”.
Y Breton –que iba después a dedicarle su libro Clair de terre– no estaba solo. Ese homenaje colectivo fue firmado también por Robert Desnos, Roger Vitrac y Michel Leiris. Louis Aragon llamó a Saint-Pol-Roux el “Hombre-Rayo”, y Jacques Baron, “el Hombre Libre, el Príncipe del Espíritu puro”. Mientras que Paul Éluard le demostró, no una sino muchas veces, su devoción y su respeto. A pesar del escándalo posterior de la Closerie des Lilas, que fue indudablemente un fruto del momento, esos jóvenes rebeldes de menos de treinta años habían vuelto a sacar de la sombra a un patriarcal poeta de sesenta y cuatro, percibieron antes que nadie y con absoluta nitidez el resplandeciente modelo, a la vez ético y estético que ofrecía, sin proponérselo en absoluto, el Mago de Camaret.
Para Saint-Pol-Roux el poeta es “el hombre completo... átomo o fragmento del Alma universal”. Y no sólo eso. Se animó igualmente a afirmar que “el poeta corrige a Dios”. Pero no es un dios: “Exijamos al poeta, que sea desnudo y libre”, y nos ofrezca “el Pan humano”. Por otro lado, siendo él quien era e invistiendo lo que representaba, nunca renegó de la ciencia. Fue uno de los primeros admiradores de Einstein, de cuyas teorías percibió antes que muchos supuestos especialistas la universal conmoción a que darían lugar. Y en 1933 le dedicó explícitamente su poema La Supplique du Christ, escrito para protestar contra la implacable persecución desatada por Hitler y sus siniestros secuaces contra el pueblo judío.
Esta vida cuyo aislamiento y fidelidad lo habían convertido como vimos en una legítima leyenda, iba a cerrarse con una tragedia. Ese recinto sagrado donde se había recluido fue hollado también por la barbarie nazi. Entre el 2l y el 24 de junio de 1940 un panadero de Silesia devenido miembro de la Wermacht se introduce en la morada de Saint-Pol-Roux, amenaza a todos con sus armas hasta conducirlos al sótano y, al pretender llevarse a Divine, la queridísima hija del gran poeta, provoca su comprensible resistencia, que desencadena el drama. El soldado alemán no sólo hiere en la pierna izquierda a la muchacha sino que mata de un tiro en la boca a su doncella Rose y, después de trabarse en lucha con el venerable anciano, lo deja como muerto con dos balazos en el cuerpo. No satisfecho aún, cargó a la pobre Divine sobre sus hombros y la condujo al salón, donde perpetró sobre ella un nuevo crimen. Y nadie puede saber lo que hubiera sucedido además si al perro-lobo de la muchacha, que dormía en el primer piso, no se le hubiera ocurrido despertarse, haciendo huir al infame.
Como sonámbulo, sin poder aceptar del todo la cruda realidad, Saint-Pol-Roux sobrevivió todavía algunos meses casi automáticamente pero, un día de octubre, se vio obligado a asistir atónito al pillaje de su casa, y a la quema o destrucción de sus preciosos manuscritos, que representaban más de treinta años de labor. No pudiendo soportar esta última prueba, Saint-Pol-Roux muere el 18 de octubre de 1940, en brazos de su hija, internado en el mismo hospital de Brest donde Divine se había recuperado. El ataúd fue llevado en brazos por cuatro marinos langosteros con rostro de estatua, que hicieron un alto ante la tumba de Rose antes de conducirlo a su reposo final, en el cementerio de Camaret. Como si todo esto fuera poco, su Manoir de Coecilian, que había sido ocupado por los alemanes, fue bombardeado en agosto de 1944 por la aviación aliada, y completamente incendiado.
Pero otro círculo, no menos simbólico, se había cerrado también antes: en 1932, a los setenta y un años de edad, Saint-Pol-Roux recibe finalmente la Legión de Honor, que había sido pedida para él, ya en 1910, por uno de sus primeros admiradores: nada menos que Guillaume Apollinaire, sin duda el legítimo padre del espíritu moderno. Así, esta vida auténticamente legendaria cobraba todavía una mayor representatividad, de la cual sólo el profundo apagón cultural de nuestra época puede explicar que parezca haberse mitigado. Porque a Saint-Pol-Roux le cabe el alto honor de haber investido lo mejor de las tradiciones poéticas francesas, de haber prácticamente encabezado uno de los momentos más intensos y más íntimamente enriquecedores de su transición, como es el simbolismo y, por añadidura, pero no por casualidad, también el de haber alimentado a las grandes vanguardias que iluminarían, desde sus primeras décadas, lo mejor del arte y de la cultura del siglo XX. Que una personalidad semejante continúe sin ser debidamente apreciada, en su verdadera dimensión, no sólo entre nosotros sino inclusive en su propio país, y en el mismísimo Viejo Mundo, no es sino otro testimonio más de la honda crisis, de la inmensa pobreza que parece afectar de raíz a la vida cultural contemporánea.