Opinión

Reflexiones sobre la inspiración de la palabra

“Sí, el lector leyó bien. El Señor ordenó a Abraham que sacrificase a su propio hijo, como quien pide un vaso de agua si tiene sed, lo que significa que esa era su costumbre, muy arraigada. Lo lógico, lo natural, o lo simplemente humano, sería que Abraham hubiese mandado al Señor a la mierda”.
Reflexiones sobre la inspiración de la palabra
“Sí, el lector leyó bien. El Señor ordenó a Abraham que sacrificase a su propio hijo, como quien pide un vaso de agua si tiene sed, lo que significa que esa era su costumbre, muy arraigada. Lo lógico, lo natural, o lo simplemente humano, sería que Abraham hubiese mandado al Señor a la mierda”.
José Saramago

Desde muy niños se nos enseñó que la Biblia es el Libro de los Libros, un abigarrado conjunto de textos inspirados por el Supremo Hacedor, y, por lo tanto, perfecto e infalible. Las religiones rivales del Cristianismo también poseen su verbo fundacional, de igual inspiración y de carácter absoluto e irrefutable. Por ello, no se pueden discutir estos asertos con un creyente religioso, sea católico, protestante, ortodoxo, anglicano, judío, musulmán shiíta, sunita, o hindú.
Como yo no milito en otro bando que el de los inútiles y no concurro a más templos que a la Parroquia o Bar Amigo, reflexiono como un simple escriba, ojalá al modo de un Montaigne o de un Martín Cerda (modestamente). Si suponemos que Dios inspiró a los profetas, apóstoles y otros transcriptores de la palabra divina, se nos presentan dudas razonables, que quizá la fe no precise refutar, porque es ciega. Una de ellas, tal vez la más evidente, es la diversidad de los textos y su disímil calidad literaria. Hay escritos extraordinarios, de honda expresión poética, como El Sermón de la Montaña y sus Bienaventuranzas; como el Cantar de los Cantares; como el Eclesiastés; como los Salmos y el Libro de Job; este último es casi un diario íntimo, al uso y abuso de los poetas desesperados. En los textos señalados y en otros, palpita el ‘duende’ de Federico, esa condición estética sine qua non del arte excelso, donde muchos advierten a la Musa, inspiradora femenina –¡cómo si no!– capaz de extraer música sublime de las piedras.
Pero hay otros libros de esta Biblia que parecen escritos por campesinos semianalfabetos o por iracundos bellacos de cuartel, donde el derramamiento de sangre y la exaltación de héroes desenfrenados y brutales parece una sucesión de guiones de Holywood, y no el verbo conmiserativo y misericordioso de los Pastores del Señor. No sólo se narran los crímenes sino que se justifican bajo el horroroso precepto de la “ira de Dios”, empleada para la defensa y la agresión del “pueblo elegido”, con todo su odio discriminatorio e inhumano.
La referencia que Saramago hace de la célebre, terrible y despiadada orden que Jehová imparte a Abraham para que asesine a su hijo y lo ofrezca en sacrificio a la deidad, les suena a algunos como herética o blasfema; para mí es acertada, precisa. ¿Cómo podría caber semejante atrocidad en los propósitos de un Dios que –supuestamente– ama a sus criaturas humanas, hechas a su imagen y semejanza, según esos mismos libros?
La invocación a matar a los enemigos, a los herejes, a los infieles, a los extranjeros, a los distintos a nosotros, es constante en el Antiguo Testamento. El Libro Nuevo, que inspira la palabra y la obra de Cristo, es verdad, contradice lo que los profetas que le precedieron dejaron establecido como Ley. Esto se ha explicado latamente por exegetas y doctores en teología, pero no dilucida –para mí– el misterio y la contradicción de un Dios que escribió tanto, a menudo de modo chapucero y despiadado; a ratos, con encomiable poesía y fina elocuencia. Quizá también tuvo sus malos días, como los padecemos los pendolistas, o le acosaran vinagreras de bacanales, al modo de los dioses griegos. De otra manera no se explica tanta diferencia lingüística y de estilo.
No quiero perturbar tu fe –si eres un lector creyente– ni escandalizar tu sensibilidad –si eres un agnóstico aún en trance de transformarte en converso–, pero creo que Dios Todopoderoso no habla ni escribe ni menos dicta nada a estas menesterosas criaturas hechas de humus y costilla. Si Él existe como Primer Principio, utilizará otros códigos para decir lo suyo a la Naturaleza entera –incluyendo al simio de pie–, en un lenguaje inextricable para que pretendamos abordarlo como un texto de semánticas coordenadas, al uso y abuso de la interpretación humana.
El desasosiego de los extraños seres que somos nos ha llevado a crear dioses que se nos parezcan, dotándolos de cualidades y potencias que quisiéramos poseer. Cada cultura los ha instituido a su imagen, sin parar mientes en que vive enfrentándolos en conflictos sin solución, y Allah pelea con Jahvé o se enfrenta al Dios cristiano, y viceversa. Los hombres, en todas las latitudes, se destripan en nombre y por orden de sus mandantes divinos, apoyándose en palabras que han perpetrado, con menor o mayor acierto, pero que no están a la altura de aquellos seres perfectos, ni siquiera cuando Huidobro nos dice que: “El poeta es un pequeño dios”.
Para lo que sin duda han servido –y sirven hoy– estos artilugios verbales y escatológicos, es para que la vara de mando no caiga de la mano de los poderosos y para que las auténticas rebeldías sean sólo anatemas del caído Luzbel, condenadas a la hoguera o al cadalso.
¡Menos mal que todavía nadie ha postulado a Jehová al Nobel de Literatura!