Opinión

Recuerdos de Saramago

“Ricardo Reis abrió el libro, vio unas señales incomprensibles, unas rayas negras, una página sucia. Ya me cuesta leer, dijo, pero incluso así voy a llevármelo. Para qué, para dejar al mundo aliviado de un enigma. Salieron de casa, Fernando Pessoa observó aún, no lleva usted sombrero, Sabe mejor que yo que allá no se lleva. Entonces vamos, dijo Fernando Pessoa. Vamos, dijo Ricardo Reis.
“Ricardo Reis abrió el libro, vio unas señales incomprensibles, unas rayas negras, una página sucia. Ya me cuesta leer, dijo, pero incluso así voy a llevármelo. Para qué, para dejar al mundo aliviado de un enigma. Salieron de casa, Fernando Pessoa observó aún, no lleva usted sombrero, Sabe mejor que yo que allá no se lleva. Entonces vamos, dijo Fernando Pessoa. Vamos, dijo Ricardo Reis. Adamastor no se volvió para mirarlos, le parecía que esta vez sería capaz de dar un gran grito. Aquí, es donde el mar se acabó y la tierra espera”.
Lo primero que leí de José Saramago fue ‘El año de la muerte de Ricardo Reis’, esa extraordinaria novela donde recrea a uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, con tal maestría narrativa y poética que el lector siente más real al hombre ficticio que a su autor, el genial poeta contable de Lisboa…
Después de la lectura de ‘La balsa de piedra’, ‘Todos los nombres’, ‘Ensayo sobre la ceguera’, ‘El Evangelio según Jesucristo’ y ‘La caverna de Platón’, sigo pensando que ninguno de los textos de Saramago por mí leídos supera a la narración de Ricardo Reis. Desde entonces, sueño con Lisboa, con la rúa dos Douradores y con ese viaje a la capital portuguesa que alguna vez concretaré.
José Saramago estuvo en Chile, a finales del año 2000. La Universidad de Santiago le otorgó el Doctorado Honoris Causa por su notable contribución a la literatura y a la cultura iberoamericanas. Estuve en esa ceremonia, en el aula magna, junto a un grupo de académicos y a centenares de estudiantes, ávidos por conocer y escuchar a este genio portugués de las letras lusas, dignísimo heredero de José María Eça de Queiroz y de Fernando Pessoa. El novelista fue presentado, entonces, por el profesor Nelson Osorio, exegeta de su obra y agudo crítico literario. Después de su extensa y sesuda alocución leída, Saramago se paró en mitad del proscenio, con su alta y desgarbada figura, sin discurso escrito, hablando con claridad y sencillez, en perfecto castellano.
Me impresionaron sus palabras, que quisiera haber grabado en fidelidad electrónica, pero trataré de recobrarlas desde el registro vagaroso de la memoria, volviendo a sentir aquella emoción que experimenté una década atrás:
“Nací en el pequeño pueblo o freguesía de Azinhaga, como decimos los portugueses. Mis padres fueron José de Sousa y María da Piedade, ambos campesinos sin tierra y de pocos recursos… En aquellos tiempos –como ustedes saben– el registro de nacimientos y defunciones se llevaba en la parroquia. Se hacía imperativo para los aldeanos bautizar e inscribir a las criaturas durante los primeros días de nacencia, porque el riesgo de mortalidad infantil era muy alto y podía significar que aquellas almas quedaran vagando eternamente en el limbo… Mi padre andaba fuera de la aldea, trabajando en diversos oficios, y mi madre, a cargo de mis hermanos mayores, hubo de solicitar a un vecino que me llevase a bautizar, pues la iglesia distaba de casa dos o tres kilómetros, instruyéndole para que mi nombre de pila fuese José. El buen paisano cumplió la encomienda, pero, al momento de entregar mi filiación completa, no sabía o no recordaba el apellido paterno, entonces, le dijo al cura: ‘Este é filho de María da Piedade e de José, da casa dos Saramago…’, o ‘jaramago’, que tiene para los campesinos de la región un doble significado: primero, se trata de una planta medicinal, que se emplea para curar diversos males del cuerpo, y también del espíritu; de aquí viene la segunda acepción, que es la de curandero… Quedé, pues, como José Saramago y no como José de Sousa… Años más tarde, luego de la muerte de mi progenitor, se produjo un inconveniente legal de herencia, porque yo no llevaba su apellido, pero el párroco lo solucionó ‘a la portuguesa’, diciéndome: ‘Si no puedo cambiarle a usted el apellido, se lo cambiamos al difunto, y ya está’… Tal vez yo sea el único hijo que ha dado apellido a su padre después de muerto…”.
El auditorio de la universidad estaba encantado. Habían imaginado a una especie de prócer de la literatura, a un relamido expositor de su propia fama, y se encontraban con un hombre sencillo, narrador nato que hechizaba a los oyentes, como si les contase un cuento alrededor de la lareira. Prosiguió Saramago:
“Tuve una bella relación afectiva con mi abuelo materno; aprendí muchísimo de aquel campesino analfabeto, que ostentaba una callada sabiduría, esa profundidad de los hombres de la tierra para entender y enfrentar las dificultades y desafíos de una existencia dura y precaria… Casi todo mi bagaje literario proviene de esos años de la infancia, incluso antes de que yo aprendiese a leer; lo demás, ha sido el agregado de la instrucción y algo de metodología, y muchas lecturas, por cierto… Recuerdo que cuando comencé a estudiar experimenté una suerte de rechazo por el lenguaje aprendido, sobre todo, el de mi madre; creí entonces que ella hablaba de manera incorrecta y vulgar… Al cabo de los años he podido apreciar la riqueza de un léxico ancestral que en parte heredé, gracias a ella, basado en esa inmejorable vía de aprendizaje que es la oralidad, a través de la cual las mujeres nos han transmitido, durante milenios, el conocimiento del mundo, las cosmogonías, las tradiciones, en suma, lo que entendemos como cultura…”.
Terminado el breve discurso, el propio Saramago ofreció la palabra a los asistentes. Respondió, una a una, las preguntas, sin extenderse demasiado, evitando las reflexiones literarias, haciendo del diálogo un intercambio vivo y pleno de empatía. Finalmente, y como es casi habitual cuando se escucha a un grande de la literatura, alguien preguntó cuál era el mensaje que el creador portugués quisiera entregar a los jóvenes. José Saramago pareció dudar un instante. Luego, con voz pausada, desgranando las palabras con el acento portugués de su prosodia, manifestó:
“Sólo puedo decirles que, en un mundo de tanta miseria e injusticia, de insoportables desigualdades, apelen a la bondad, a ese venero que todos los seres humanos llevamos dentro, que esta sociedad parece ahogar con sus luces fatuas… Algún día, quizá, seremos capaces de restaurar la hermandad perdida…”.
Aun a riesgo de caer en egolatría, aquella tarde hice una asociación mental entre la narración de Saramago y la vida aldeana de mis ancestros gallegos, tan similar a la de los hermanos portugueses, que jamás debieron ser “fronterizos” de Galicia, porque ambos constituyen ramas del mismo tronco galego-portugués, plantado en ese élan vital común que germinó entre el ansia de aventuras, el lirismo de la saudade y el apego amoroso al trabajo de la tierra.
Quizá José Saramago camine hoy por las corredoiras de la aldea remota. Es posible que se reúna con mi padre, beban un rojo vino del país e intercambien viejas historias con espíritu siempre nuevo, como el viento y la lluvia que jamás repiten sus sonidos, aunque canten a diario... También el mar se acabó para Saramago, pero la tierra lo espera para acogerlo en el último abrazo germinal.