Opinión

Puñado de hierbas

En lontananza, los álamos desguarnecidos, el castaño seco, la higuera estéril y el roble de los juegos infantiles idos, agrietados y a ras de tierra. Las paredes de la morada desgastadas por el tiempo, contenían la húmeda surgida del abandono.Ya no había nada en el hogar que fuera mío. Estaba adolorido y eran por el paisaje que en un tiempo no tan lejano, había sido soporte y ensoñación interior.

En lontananza, los álamos desguarnecidos, el castaño seco, la higuera estéril y el roble de los juegos infantiles idos, agrietados y a ras de tierra.
Las paredes de la morada desgastadas por el tiempo, contenían la húmeda surgida del abandono.
Ya no había nada en el hogar que fuera mío. Estaba adolorido y eran por el paisaje que en un tiempo no tan lejano, había sido soporte y ensoñación interior.
Los papeles escritos durante años se agrupaban aglutinados en un rincón; eran hojas de cuadernos llenos de una letra menuda, apretada, y si se la llevaba al rostro, sabía a romero. En cada uno de ellos había insolaciones vividas, pasiones disipadas, amores furtivos convertidos en pesadumbre y sabores lejanos.
Aquel olor único nos traía recuerdos de madre: “El romero templa, conforta y salva el cerebro de las pasiones locas”, decía ella arrinconada en el ala lejana de la cocina, lugar más sentimental de la casa.
Unas ramitas de esa hierba / árbol, bajo la almohada, dan un dormir pacífico. Y en aquellos tiempos, rodeado de laurel, manzanilla, lirio del valle, valeriana, tomillo y romero, la existencia toda parecía una dulzura sin demarcaciones. Era como ir cabalgado a lomos de un carrusel.
En esos tiempos serenos conocíamos el lenguaje de los pájaros, el sabor de los frutos y cada uno de los secretos de los pastos.
Unas flores secas de tomillo colocadas durante unos días en un vaso de vino blanco, se volvía en un gran digestivo. Las semillas de granada con zumo de limón o coñac y recubiertas de vainilla, son un postre delicioso, como los hechos por las monjas en las fiestas venerables de la Pascua.
Todavía, años por medio, intentado retener las horas idas, reviso los papeles sobados y allí se guarnecen perennes las recetas maravillosas. Las voy releyendo con plácida emoción y regreso a la infancia pérdida, a los tiempos en que tomado de la mano de la abuela –para no caer en la acequia– la acompañaba a buscar manojos de hierbas nuevas que serían maceradas en el “cuarto de los ungüentos del cuerpo y el alma”, pequeño recinto donde ella se revestía de herborista a la antigua usanza de los curanderos medievales.
Estos apretujados papeles color pajizo, constituyen un pedazo considerable de una existencia convertida en bruma, y ellos, sabedores de nuestras cuitas, compañeros taciturnos de tantas cruzadas perdidas, siguen ahí, mustios, silenciosos, esperado el instante de ayudarles a levantarse del adormecido letargo que les circunda.