Opinión

El premio y sus despojos

“De los grandes escritores chilenos, soy el más humilde”AnónimoSegún los entendidos, no existe postulación oficial de candidatos al Premio Nacional de Literatura, pero diez meses antes de la fecha de discernimiento, surgen nombres en los medios de prensa o en los corrillos, menos sonoros y publicitados, de la Sociedad de Escritores de Chile.
El premio y sus despojos
“De los grandes escritores chilenos, soy el más humilde”
Anónimo

Según los entendidos, no existe postulación oficial de candidatos al Premio Nacional de Literatura, pero diez meses antes de la fecha de discernimiento, surgen nombres en los medios de prensa o en los corrillos, menos sonoros y publicitados, de la Sociedad de Escritores de Chile. Aparecen algunos escribas entregando voluminosas carpetas con antecedentes curriculares, recortes de críticas periodísticas, fotografías con escritores famosos e intelectuales de renombre internacional. Conocí a una escritora que exhibía con orgullo fotos con J.L. Borges, E. Sábato, A. Miller, M. Vargas Llosa, G. García Márquez, y cartas de los mismos, de tono íntimo, encomiando sus textos. Al parecer, aquel bagaje nunca impresionó a los jurados.
Por otra parte, se produce la movilización de facciones políticas y de generaciones de camaradas de oficio que se identifican con el o la postulante. Durante la dictadura militar esto llegó al clímax, porque sus autoridades tenían escasos candidatos e los que echar mano… Ya se sabe: hay pocos escritores de derecha confesos, y menos aún idóneos en el arduo quehacer de la escritura (Borges y Pound son excepciones destacadas); dentro de esa virtual minoría, la búsqueda se torna aún más difícil, puesto que los jurados –sean chilenos o internacionales– tienen temor de apartarse de lo “políticamente correcto” y causar un sismo con una decisión errada.
Isabel Allende ha obtenido el máximo galardón de las letras nacionales de este año del Bicentenario, con el mérito –para mí indiscutible– de una veintena de novelas traducidas a otros idiomas y vendidas en tiradas inusuales para nuestro atrofiado medio, donde cualquier autor se da con una piedra en el pecho si logra publicar mil ejemplares y vender la mitad de ellos. Se ha levantado una curiosa polémica, con partidarios de discreto entusiasmo y detractores enardecidos (la envidia es cosa viva y quema). Estos últimos aducen que Isabel Allende es una escritora de masas, de calidad media, que no aporta nuevas visiones a la creación literaria chilena ni menos desarrollo estilístico acendrado ni hallazgos vanguardistas; que escribe demasiado (es “faciloide”)… Cabe recordar que uno de nuestros mejores escritores, José Santos González Vera, fue atacado en su tiempo (Premio Nacional de Literatura 1950) por la exigüidad de su obra, consistente en nueve libros breves, aunque de rara perfección estética, dentro de un marcado laconismo que a muchos encanta.
Isabel Allende tiene otra limitación, fuera de su soltura narrativa, su habilidad natural para contar historias, su ausencia absoluta de erudición meta literaria: es mujer, fémina escritora, en un país cuyos intelectuales discriminan al género del ‘sexo débil’, más o menos abiertamente, según sea la ocasión. Gabriela Mistral, nuestro primer Nobel de Literatura (1945), es ejemplo claro de ello. Además, Isabel ha triunfado fuera de esta larga y enjuta aldea, llevando su discurso narrativo a Estados Unidos, Europa, Medio Oriente y Asia, y a toda la América hispana; también a la lusa del gigantesco Brasil. Y ha ganado dinero con su producción literaria, pecado inexcusable y sin absolución en nuestro pequeño, pacato, menesteroso e inadvertido Olimpo criollo.
Para que no se me malinterprete –caigo sin querer en lo mismo que denuncio– no soy lector asiduo de Isabel Allende, pero reconozco que su aporte a la narrativa chilena es considerable y oportuno. Ella ha sido capaz de construir un mundo narrativo coherente, de personajes vivos y verosímiles, derrochando un fino humor y sutil ironía, nada comunes en nuestra fauna literaria. Desde estos méritos, ha proyectado, con indudable acierto, fuera de las fronteras de esta ínsula penosa y arrogante, sus historias frescas y actuales.
Quizá es cierto que el apellido carnal de su tío Salvador le significó al comienzo una especie de activo epónimo, sobre todo fuera de Chile, y que eso le abrió camino en los veleidosos vericuetos editoriales de España, donde logró editar La Casa de los Espíritus con singular notoriedad. Pero eso no constituye un demérito, porque algo saben, después de todo, aquellos editores a los que tantas veces hemos recurrido sin éxito, aunque devengan hoy más especialistas en ventas que en conocimientos lingüísticos y filológicos.
Escritores de lectura numerosa han existido desde la creación de la imprenta. Los ha habido de gran calidad: Shakespeare, Cervantes, aunque hayan vendido mucho de manera póstuma; o mediocres exponentes del folletín que huelga nombrar... Contemporáneos de lengua portuguesa, tenemos dos casos paradigmáticos: Saramago y Coelho… No cito ejemplos nacionales, porque estoy viejo para trenzarme a golpes con pares iracundos… Ahora bien, esto de las “masas lectoras” es muy relativo; prefiero decir público lector más o menos extenso, porque las masas no leen, jamás lo han hecho, y las actuales, que tienen acceso a la tecnología masiva, analfabetos del “Mouse”, “chatean” o se enamoran a través de la pantalla azulada (ya vendrán narradores que den cuenta –entretenida y estética, ¡por qué no?–, de ese universo de primates contorsionándose a la velocidad de la luz).
Felicito, cordial y calurosamente, a Isabel Allende por su merecido premio y por su éxito avasallador. (Recuerdo que hace veinticinco años le entregué la credencial de socia honoraria de la Sociedad de Escritores de Chile, bajo la presidencia de Poli Délano).
Ahora, si ella quiere mejorar su calidad estética, ampliando de paso su horizonte creativo, le otorgo de inmediato una beca vitalicia para mi taller de lengua y creación literaria. Entonces podrá saltar, de súper ventas, a “grande de la literatura universal”.