Opinión

Ponerle puertas al viento

El abuelo de mi amigo Manuel Suárez Suárez solía decir: “Hay que profundar”. Eso mismo reiteraba don Tomás Abad, mi abuelo materno. Y don Pedro Penelas, el paterno. Los sabios de las aldeas miraban el cielo o la lluvia, con los ojos perdidos y en voz baja repetían “hay que profundar”. Simple, sencillo. Alguno pensará; infantil.
Ponerle puertas al viento
El abuelo de mi amigo Manuel Suárez Suárez solía decir: “Hay que profundar”. Eso mismo reiteraba don Tomás Abad, mi abuelo materno. Y don Pedro Penelas, el paterno. Los sabios de las aldeas miraban el cielo o la lluvia, con los ojos perdidos y en voz baja repetían “hay que profundar”. Simple, sencillo. Alguno pensará; infantil. Siempre he deseado llegar a esa mirada poética, a ese concepto que hunde las raíces en lo telúrico, en lo mítico. Se trata de buscar la verdad, de analizar, de intentar descubrir mundos y esperanzas. No esas que los políticos recuerdan ante actos electorales y cargan de mentiras y engaños para que la noria continúe explotando al pobre diablo que necesita comer o abrigarse. No, hablamos de otra esperanza, más profunda. Una esperanza ética, utópica si se quiere. Sentir el silencio, la voz interior, la llama que nos protege de la maldad y el desamparo. Una esperanza sin banderías ni besamanos. Entonces empezamos a ver claro. En principio vemos una vergonzosa directiva europea, una política maliciosa en manos de Berlusconi o de Sarkozy. No, maliciosa no es la palabra. Una ideología perversa. Otra vez el poder, el Estado, la santificación de lo grosero. Sin melodrama, por favor, sin melodrama. Amordazamiento, metamorfosis, obsesión en vigilar al extranjero. Conmigo o contra mi, populismo o autoritarismo. Teatralidad, aventura chauvinista, razones de Estado.
Quieren ponerle puertas al viento, solía decir mi padre, don Manuel. Y callaba. Callaba de la misma forma que mis abuelos o el abuelo de Manolo miraba el cielo. Es decir: sentenciaban, denunciaban, sublevaban. Se hacían insurrectos, rebeldes si usted quiere. Sin saberlo, a veces, sin darse cuenta. De manera inocente, poética. Y eso para el poder no está bien. Hay que silenciar el pensamiento y la emoción, hay que llevarlos a otro lado. Deberían emigrar, deberían morirse de hambre, deberían ser humillados. Al extranjero se lo humilla primero en su tierra, luego en la del exilio. Y pierde memoria, sensibilidad, lengua. Pierde el cielo, la tierra, las cicatrices del hogar. Se hace nostálgico, vive de ensueños, tantea a ciegas. Hay veces que se vuelve ciego. La diáspora se maneja, se controla. Como cuando subía ante una guerra el precio del marfil o el del oro. O el precio del opio. O ahora, el del petróleo. ¿O no advierte, querido lector, estas rutas, estos caminos, estos exilios? Mano de obra barata, de eso se trata. ¡Ay! Me vienen nombres: la propiedad es un robo, plusvalía, alienación, reforma o revolución. No sé por qué, pero de pronto aparecen en mi mente esos nombres. Quiero hablarles de otra cosa, necesito hablarles de otra cosa.
China es el país más populoso del mundo, el que tiene mayor número de internautas, el principal productor de acero, el que más sentencias de muerte aplica, el que ha sacado de la pobreza a más seres humanos, el que más óxido de carbono lanza a la atmósfera… la brecha entre ética y economía es muy profunda. Aquí vivimos en un continente que produce alimentos para tres veces su población. Curiosamente tiene un dieciséis por ciento de chicos desnutridos. Veintitrés mil madres mueren por año: el cincuenta por ciento de los casos es a raíz de la desnutrición. Tres de cada diez jóvenes pobres terminan la escuela secundaria.
Hace unas semanas los ministros del Interior de la UE aprobaron nuevas reglas comunes de expulsión de inmigrantes. Entre otras atribuciones las autoridades podrán retener durante un plazo de hasta dieciocho meses a los trabajadores extranjeros detectados sin papeles en regla. Hubo ataques violentos contra gitanos en Nápoles y Milán. Desde la llegada de Sarkozy al poder, hace un año, Francia dictó nuevas leyes para luchar contra la inmigración ilegal y sustituirla por una “inmigración escogida”.
En el ser humano hay aspectos del desgarro psicológico provocado por el exilio. Se investiga la resonancia de la experiencia traumática ocurrida en el pasado cercano de las sociedades. No eludimos las complejidades, la reacción frente al exilio tampoco es unívoca. El exilio, en casi todas las sociedades, aparece como algo que no se lo nombraba, como algo que no tenía existencia. Quedaba integrado a la lógica de ocultamiento y negación. Culpa, un sentimiento personal e íntimo. Lo que se dice, lo que se oculta. Hay un espacio ajeno, se construye en él una legitimidad propia, en ciertos mitos, en cierta tolerancia política. Ver qué ocurre en el seno de una sociedad, qué ocurre con los temas incómodos y dolorosos. Por la televisión veo a un señorito egresado de Harvard entrevistándose junto a un delator, un presbítero y un tibetano. La tragedia siembre alude a la comicidad, a lo aterciopelado, al mutis final.
Se me ocurrió algo y deseo compartirlo con usted, lector nostálgico. Que Manuel Suárez Suárez sea nombrado por la Xunta de Galicia como delegado en Montevideo para hablar de muchas de estas cosas. ¿Quién mejor que él? Un hombre capaz, culto, ético, trabajador, con ideas y conocimiento de la inmigración en Uruguay. Un hombre que ama Galicia y ama Uruguay, que conoció el destierro y edificó en las generosas tierras orientales una cultura de la galleguidad. Como decíamos antes, amigo lector. Sin ponerle puertas al viento, para profundar.