Opinión

Papel de estraza

Nuestra persona –doblada sin pesadumbre a cuenta de los años– ya no viaja a lo turista, sino igual a los antiguos juglares en pos de sensaciones frescas, polvo de secano y querencias furtivas.Había, al llegar a la tierra-madre de nuestra nacencia lejana, entre los bajíos de la costa, una brisa cantarina y el aire sabía a juncia, algo así como un cansancio viejo ya muy conocido bajo la piel claveteada.
Nuestra persona –doblada sin pesadumbre a cuenta de los años– ya no viaja a lo turista, sino igual a los antiguos juglares en pos de sensaciones frescas, polvo de secano y querencias furtivas.
Había, al llegar a la tierra-madre de nuestra nacencia lejana, entre los bajíos de la costa, una brisa cantarina y el aire sabía a juncia, algo así como un cansancio viejo ya muy conocido bajo la piel claveteada.
En la hostería donde nos quedamos esta primera noche, a una legua y algo más de Valencia, la del Cid Campeador de nuestra siempre pasmosa historia medieval, una guitarra rasgaba el aire entre quejidos de una pasión desmedida o acaso jamás recobrada en las dobleces cicatrizadas del alma errabunda.
Sin haber llegado a la alquería de la casa anhelante, las evocaciones se iban juntando mientras formaban atisbos tenues de mujer envueltos en pañoletas rociadas de recónditos suspiros.
Volverla a ver fue un relámpago abrasador. Al trasluz, era un friso cincelado de cobre, mientras la excitación enardecida subía por sus pechos haciéndose sudor varonil.
Pareciera lo escrito hasta aquí, una canción antigua y edulcorada de Rafael de León, y no lo era.
Las cuerdas de la guitarra no hablaban, se afligían, y el vino en los vasos destilaba mosto cuajado en el cristal.
Ese día –tal vez inaceptable otro– comenzamos a garabatear puñados de epístolas con un viento huracanado en el espíritu. Triste destino: media vida después aún lo seguimos haciendo.
Llegaron antes los desengaños que las nieves del invierno, y ahora, recién venidos de la orilla del Caribe –mar de candencias tornasoladas– al encuentro de la impenetrable Albufera, consentidora de nuestras primeras cuitas afectivas, recordamos ese fuego que, sin tocarlo, abrasa.
Alguien –tal vez una mano amiga– sabedora de estas cuitas, taladró en la puerta de la barraca del arrozal una sentencia imperecedera en el tiempo de la existencia compungida: “No me llames amor, llámame olvido”.
Al alba, sobre la escritura de un papel de estraza, narrando ese espacio inmóvil, nos quedamos entumecidos.