Opinión

Palabras hondas

Se ha dicho que Federico García Lorca es el riquísimo bardo de la palabra hendida, y uno, andariego de surcos campestres y amanecidas antes del alba, lo cree con la certeza sacra de una plegaria.En el vocabulario del poeta granadino hay un río Darro de términos con sabor a gemidos montunos hasta la borrachera, y ese sentimiento siempre le acompañó, hizo alcoba en su pecho.

Se ha dicho que Federico García Lorca es el riquísimo bardo de la palabra hendida, y uno, andariego de surcos campestres y amanecidas antes del alba, lo cree con la certeza sacra de una plegaria.
En el vocabulario del poeta granadino hay un río Darro de términos con sabor a gemidos montunos hasta la borrachera, y ese sentimiento siempre le acompañó, hizo alcoba en su pecho. La Parca fue la más fiel compañera del poeta: “Adiós mi doncellita, / Rosa durmiente, / Tú vas para el amor / Y yo a la muerte.” “Cuando yo me muera, / entre los naranjos / y la hierbabuena”.
Lorca es el muerto más vivo y rozagante de la poesía española del siglo XX. No hay más trovador que él, aunque a su lado, como sombra de secano, olmos agrietados, surcos dolientes, ríos sin agua, camina Machado (don Antonio), el patriarca de la voz curtida.
El autor de ‘La Casa de Bernarda Alba’, y ese ondulante ‘Diwán de Tamarit’, asumía un sentido de la convivencia tan grande y sincera como la de cualquier revolucionario de su época convulsiva. Y así, al alba, cerca del “torejil”, en compañía de un maestro y un torero cojo, murió en un barranco negro. Al escuchar los sonidos de los fusiles, la tierra y el asfalto se volvieron lagrimones de fuego.
García Lorca ha sido un torrente de vidas paralelas y todas apasionantes; ante eso, de los cien Lorca existentes, uno se ha quedado desde hace mucho tiempo con quien miraba la vega de Zujaira, con Sierra Nevada al fondo, y allí, entre el aire azul, está el hombre asustadizo ante un mundo cruel, desencajado, cercado en sombras que a él tanto miedo le daban, pero fue precisamente ahí, entre esas gamas de luz y penumbra, donde nacieron, haciéndose concreción creadora, los más hermosos poemas del pasado siglo.
Esta última noche pasada finalizo –otra de tantas veces– de releer ‘Yerma’, el preludio del drama de la subsistencia innegable. Antes de cerrar el libro escucho, al susurro de la hora blanca, unas bulerías en la voz del sepultado Enrique Morente, un cantaor como pocos, que gana prestancia y solidez con el paso del tiempo.
Salgo al balcón de la vereda con pequeñas bromelias, limoneros enanos, jade y sábila medicinal, a escuchar los versos de la pasión abrasada al fondo de la vereda: “Yo conozco muchachas que han temblado y que lloraban antes de entrar en la cama con sus maridos”.
El nuevo día en esta trocha guarda la brisa apretada de las cornisas y una esparcida heredad de arbustos mustios, adelfas tristes y almendras amargas.