Opinión

Sobre un oceáno de mediocridad

Las casualidades no existen, ¿verdad, querido Freud? Cuando recibí la generosa invitación de Romualdo Brughetti para opinar sobre mi país de nacimiento en cuanto a su panorama cultural, con destino a su sintomático libro ‘Repensar la Argentina’, me encontraba en medio de una bronquitis infinita, que aprovechaba para leer –entre otros– a Nietzsche.
Sobre un oceáno de mediocridad
Las casualidades no existen, ¿verdad, querido Freud? Cuando recibí la generosa invitación de Romualdo Brughetti para opinar sobre mi país de nacimiento en cuanto a su panorama cultural, con destino a su sintomático libro ‘Repensar la Argentina’, me encontraba en medio de una bronquitis infinita, que aprovechaba para leer –entre otros– a Nietzsche. Después de colgar el teléfono, di vuelta la página de ‘Así hablaba Zaratustra’ y allí, en lo alto a la derecha, encontré sin proponérmelo un ajustado diagnóstico de nuestra situación: “¡Rebosante de bufones solemnes está el mercado! -¡Y el pueblo, entretanto, se vanagloria de sus grandes hombres! Estos son, para él, los señores del momento”.
No me imagino qué hubieran podido llegar a decir, ahora, aquellos brillantes intelectuales argentinos, por lo general entonces optimistas a pesar de su aguda visión crítica, a los que Brughetti planteó esta misma pregunta hace no pocos años. Sin embargo, yo mismo pertenezco a una generación de artistas y escritores que, en su gran mayoría, todavía consideraban que no tenían privilegios sino responsabilidades. Y que había alguien ante quien tenerlas. Bajo esa luz llevamos adelante vida y obra pero, llegado este momento, como aquel paradigmático “artista del hambre” que acuñó el gran Kafka décadas atrás, percibimos la retirada de la sociedad.
Recuerdo, por ejemplo, los ensueños humanistas de aquel valeroso y vibrante neorrealismo italiano de posguerra. O la serena confianza en la confraternidad concreta que tantos intelectuales vivieron (no pocos de ellos activamente) durante la ejemplar guerra civil española. O, antes, la irrupción expresionista en medio de los funestos presagios que rodeaban a Weimar. Y, antes aún, la agresividad de las bellas vanguardias, intentando limpiarlo todo. Hoy, cuando nuestras catedrales son los supermercados, nuestra civilización el show y nuestro barómetro cultural las pullas de prostíbulo –como bien dijo el actor Alfredo Alcón– que nos prodigan los medios dominantes, ¿qué arte, qué humanismo es posible que no sea casi de catacumba?
Con un presente mucho más negro que aquel negro futuro imaginado en sus más pesimistas teorías por George Orwell o Aldous Huxley, el lenguaje ya no es en nuestras comunidades una fuente espontánea de energía creadora, liberadora, digeridora. Como supo afirmar George Steiner hablando de la Alemania nazi, algo muy grave le ocurre, algo enferma a un idioma que transcurre no pasivamente por ciertas experiencias deletéreas. Sólo que, ahora, no se trata de experiencias que puedan alcanzar, incluso en su mismo carácter abominable, hasta cierta grandeza digamos trágica. Sino que debemos navegar en un abrumador océano de mediocridad, tan aplastante como contagiosa. Y asistir a la impudicia con que tantos se adaptan, se mimetizan, se prostituyen sin tener a veces ni siquiera conciencia de estar haciéndolo.
Antes de morir, Peter Weiss tituló a un libro suyo muy significativo (una novela que en realidad resulta una discusión sobre el sentido del arte entre dos vertientes del pensamiento progresista, una autoritaria y otra libertaria), como ‘La estética de la resistencia’, no por casualidad ambientada en tiempos de la mencionada legendaria guerra civil española, cuando había un pueblo capaz de caer –y de vivir– por sus ideas. Pero el mal que hoy enfrentamos no es agresivo sino seductor. Los hombres a los cuales pretendíamos dirigirnos no se consideran ya oprimidos sino que ansían participar, en cuanto la ocasión se lo permita, en la sociedad de consumo que nos consume.
(Como no hay nada que ocultar, ya que hoy se juega con las cartas a la vista, uno de los más consultados gurúes mundiales en estrategias de mercado, Al Ries, pudo decir harto claramente: “La guerra del marketing es una actividad intelectual, cuyo campo de batalla es la mente del consumidor”. Y, por si fuera poco, nada menos que Nicholas Negroponte, el augur más sagaz de la inventiva informática, auténtica punta de lanza de esta civilización, desde su puesto de comando en el legendario Massachussets Institut of Technology, tampoco tuvo empacho en declarar, sin ningún ambage: “Hoy en día, cuando se habla de computación, no hablamos de computadoras sino de la vida misma”. Es decir, no de medios que se utilizan con un fin, sino de medios que sustituyen a ese fin. Que es, precisamente, lo que no cesa de inquietarme.)
Modestamente, creo que en los tiempos que corren nuestra deseable “estética de la resistencia” no haría más que oponerse, con medios irrisorios, contra la inmensa marea de degradación y de sensacionalismo. Y, de hacerlo, lo haríamos por puro amor propio, por pura autoestima, por simple auto-respeto, sin demasiadas esperanzas, como una apuesta desmedida, pero que no podemos evitar. Y que, muy probablemente, incluso corra la suerte de pasar estruendosamente inadvertida.