Opinión

Muros

No hay muros,entre tu casa y la mía…RomeoEl primer muro que recuerdo era la tapia del traspatio de nuestra casa, calle Siglo XX, barrio Bellavista, del viejo Santiago del Nuevo Extremo.
No hay muros,
entre tu casa y la mía…

Romeo

El primer muro que recuerdo era la tapia del traspatio de nuestra casa, calle Siglo XX, barrio Bellavista, del viejo Santiago del Nuevo Extremo. Intentaba treparlo, despavorido, aleteando, un enorme pavo negro, que cebábamos para devorarlo en Navidad; mi hermano Antonio le lanzaba piedras con escasa puntería y el ave rasguñaba los ladrillos hacia la desesperada liberación…
Años más tarde, las murallas medianeras, en la casa de Ñuñoa, nos desafiaban a subirlas y a recorrerlas, para aterrizar, minutos después, en casa de amigos; las de Chacra El Olivo servían para refugiarnos luego de atacar a bandas rivales de muchachos, cuando entendíamos nuestra civilidad a punta de palos y piedras.
En el Tesoro de la Juventud descubrí la Muralla China. Me impresionó su dimensión colosal: veinte mil kilómetros, cuatro veces la longitud de nuestro largo país de Chile; hoy se conserva poco más de un tercio de su estructura original, construida hace dos mil doscientos años, para defender el imperio chino del asedio de los mogoles y de otros pueblos primitivos y bárbaros de entonces.
Los muros son para defender y acotar la propiedad, sea de estados, naciones, comarcas, ciudades, villas, aldeas, cuarteles, conventos, casas solariegas, cubículos… También se emplean para segregar: tú de ese lado, yo de éste. El desconocido, el adversario, el bárbaro o el enemigo suelen estar al otro lado del muro. Metáfora hecha de barro, piedra, ladrillo, hormigón o metal, simboliza casi siempre un apartheid.
En el siglo pasado la simbolización de la fisura entre dos mundos, uno supuestamente feliz y bueno; el otro, probablemente infeliz y perverso, corrió por cuenta del abominable Muro de Berlín, cuyo recuerdo, aún vivo y reciente, sirve para mantener la memoria de aquel horror que se erigió durante medio siglo, después de terminada la II Guerra Mundial. Hubo, asimismo, los cercos y alambradas de los campos de concentración, comenzando, quizá, por los que levantaron los franceses para zaherir a los republicanos españoles, que huían del terror franquista; siguiendo con los campos nazis de exterminio de Auschwitz y los del Gulag soviético.
Del horror de las “murallas movibles”, que parecían perseguir a los presos hasta cuando cumplían trabajos forzados, a campo traviesa, nos habla con desgarradora lucidez el gran Dostoievski, en ‘Memorias de la Casa Muerta’, ese diario desnudo de las cárceles de Siberia. Pero el maestro ruso reflexiona para decirnos que “nadie fue capaz de poner muros a mi alma”.
Los seres humanos no precisamos de muros materiales para ejercer el odio o la discriminación contra nuestros semejantes. Existen las barreras sociales, culturales y, sobre todo en estos tiempos, las económicas. Muros, puertas con cerrojo y llaves adecuadas, según sea tu puesto en la escala de la fortuna. La escasa o menor disponibilidad de dinero alza obstáculos invisibles, a menudo mucho más eficaces que las murallas concretas. Esto lo asumimos mejor que el miedo a las fortificaciones almenadas o a las torretas erizadas de alambres de púa y ametralladoras, cuyo reto suele animar a los más audaces y a los valientes de la libertad a traspasarlos, aun a riesgo de morir heroicamente. Sobran los testimonios, caro lector.
Hoy en día, las grandes ciudades se vuelven peligrosas. Es preciso levantar aún más muros y rejas, dotarlos de puntas aceradas, incluso de barreras eléctricas, para evitar la invasión de antisociales que amenazan nuestra precaria seguridad… En las fronteras de los países ricos cumple levantar enormes parapetos para que no les invadan emigrantes desarrapados.
Francisco de Quevedo lamenta, en memorable soneto, el deterioro de las murallas imperiales de la España que iniciaba su decadencia, apelando a la imagen del desmoronamiento:

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía.

En conversación reciente, un médico amigo contó de su experiencia en el Berlín Oriental. Fue escueto para graficar su visión crítica al respecto: –“Tú podías apreciar claramente la diferencia entre ambas zonas, la misma que ves aquí entre habitantes de la comuna de Vitacura y vecinos de Pudahuel…”–. (Trató de rectificar el símil, pero no pudo).
–Es cierto– le digo, pues aquí no necesitamos un muro de concreto; nos basta con la diferenciación tácita y brutal del sistema.