Opinión

La mano y su herramienta

Insisto: sólo se trata de señalar posibilidades, matices, diferencias, no de pretender erigir una norma o un dogma. Lo que algunos quisiéramos saber es qué vuelve arte a algunos signos, aun a sabiendas de que la respuesta siempre será imperfecta, si es que no incompleta o parcial.
La mano y su herramienta
Insisto: sólo se trata de señalar posibilidades, matices, diferencias, no de pretender erigir una norma o un dogma. Lo que algunos quisiéramos saber es qué vuelve arte a algunos signos, aun a sabiendas de que la respuesta siempre será imperfecta, si es que no incompleta o parcial. Y de que probablemente nunca lleguemos (precisamente por el carácter histórico, es decir cambiante cuando no mutante de lo que estamos hablando) a una respuesta definitiva. Y felizmente. Aquí también, como en tantas otras actividades humanas, y cada vez más intensamente a medida que ellas son más elevadas, el camino es tanto o más importante que la meta, la búsqueda es tanto o más importante y aún trascendente que el resultado.
Pero si podemos sugerir lo que antecede con respecto a las letras, la plástica y la música, la relación se acentúa cuando nos enfrentamos con las artes más modernas, hijas directas de la tecnología que impera –para bien y para mal– en el planeta. Con respecto a la foto, el cine o el video, aquella relación entre mano, mente y herramienta parece acelerarse, y cada día más. Y el utensilio o la aparatología alcanzan un rol cada vez más preponderante, si es que no logran un neto predominio.
Ahora mismo me he cansado de escribir a mano, y eso me obliga a detenerme pero también a releer y reflexionar. Por un momento, añoro mi máquina de escribir, ahora lejana. Pero las dimensiones, el peso del utensilio, inclusive en su modelo portátil, también influyen en mi determinación. ¿Y qué decir mañana, cuando este mismo texto termine siendo pasado a una computadora?
Hubo tiempos en que se habló de ciertas artes como una lucha contra la materia. El escultor, por ejemplo, enfrentaba a la roca como predisponiéndose a una batalla. Y si el cincel que empuñaba su mano podía entenderse como un arma, era su mente (cuando no su corazón) lo que dictaba su estrategia. El artista de ese tipo tenía que poseer la habilidad del artesano, pero también la capacidad de trascenderla. Mente y mano, unidas, “vencían” a la materia, y la volvían “espíritu”. O le permitían manifestar su propio espíritu: el del artista, el de la materia. Y en los mejores casos, a la vez, conjuntamente: el espíritu del artista se fundía con el de la materia, haciéndose uno con ella, palpable y evidente.
Me detengo y contemplo el paisaje que tengo frente a mí. El me atrae y me incita a entregármele, pero en esa misma entrega que él parece reclamar también intenta poseerme. Contemplarlo es entregarse, no hacer, dejarse ir. Aunque la ensoñación siempre precede al acto, como enunció alguna vez Edgar Morin. Aparto mis ojos del paisaje y los poso sobre la página. Mis ojos son en este momento una herramienta de mi mente. Pero forman parte de mí. También mi mano es una herramienta, y todo utensilio no es más que una prolongación de su uso, de su capacidad. La herramienta (pluma, violín, pincel) es una prolongación de mi mano. Y entonces no serían tres, sino dos, los intérpretes del acto humanísimo de crear: mente y mano, con su herramienta.