Opinión

La mala cura (Ad vino veritas)

Para Arturo Vilches F.La ‘mala cura, como decimos en Chile por la borrachera avinagrada, es un fenómeno que sólo buenos psicólogos –léase: parroquianos de Bar Amigo o de Bar Marabú– hemos estudiado a cabalidad. Consiste en el afloramiento a la superficie de ciertas personalidades (o demonios) que no se advierten, a primera vista, en el cotidiano comportarse de un individuo.
La mala cura (Ad vino veritas)
Para Arturo Vilches F.

La ‘mala cura, como decimos en Chile por la borrachera avinagrada, es un fenómeno que sólo buenos psicólogos –léase: parroquianos de Bar Amigo o de Bar Marabú– hemos estudiado a cabalidad. Consiste en el afloramiento a la superficie de ciertas personalidades (o demonios) que no se advierten, a primera vista, en el cotidiano comportarse de un individuo. Así, sujetos en apariencia pacíficos y aun cordiales, experimentan un abrupto cambio de carácter luego de ingerir algunos tragos, para tornarse iracundos, veleidosos, agresivos, o tiernos o chistosos o ardientes (cachondos, que diría un madrileño). Incluso, los hay que muestran tendencias homosexuales, o lesbianas, según sea el género. A otros, les surge un jodido resentimiento y buscan descalificar hasta al más meritorio de los seres humanos. Ocurre así, por ejemplo, con algunos antinerudianos o antihuidobrianos o antimistralianos, que las emprenden contra los supuestos adversarios con saña digna de la peor vendetta. (Fuimos testigos, en el refugio López Velarde de la SECH –hoy clausurado por el sismo telúrico– de virtuales agresiones a botellazo limpio, por discrepancias líricas o semánticas).
Hace treinta años o más, con ocasión de una cena de clausura de carrera profesional, un ex compañero, después de beber una simple cerveza, la emprendió a golpes de puño contra su vecino de silla, dislocándole la mandíbula, ante la consternación de los comensales que no entendían aquel ataque brutal. Luego de la cena, acompañé hasta su casa al agresor y le vi llorar como un niño, mientras repetía, entre sollozos: –“No puedo beber, no puedo, me hace mal, me vuelvo loco”–. (Por lo general, suelo ser un buen conciliador en situaciones semejantes, aunque no escapo de excepciones en las que es propicio hacer una buena finta o un acelerado aparte para esquivar trompadas).
Un querido primo nuestro, que andará ahora en los bares del Paraíso (todo edén que se precie deberá contar con alegres tabernas), sufría del mal señalado, y se le fue acentuando con los años, a tal punto que no se podía acompañarle a beber, porque los momentos gratos se trocaban en inevitables grescas… El hombre ponía oídos a lo que se hablaba en una mesa contigua y, sin ser invitado, retrucaba en alta voz o lanzaba ácida apostilla en medio de la ajena conversa... Ante la explicable reacción de los vecinos, el primo ofrecía puñetes… Y, de súbito, te veías enfrascado en una pelea de proporciones. Después, se producía el arrepentimiento, la llorosa contrición, y terminabas en una especie de involuntario confesor o consejero de miserias ajenas.
Hay personas que parecen aguardar la oportunidad de reuniones familiares o de aniversarios –incluidos funerales y sepelios donde se vela a los muertos, invocando la paz eterna– para quebrar la siempre frágil armonía circundante, agarrándose del más nimio pretexto para iniciar una disputa acalorada, precedida de varios brindis por vivos y finados… Mientras más decidida sea la oposición verbal del contradictor, más exacerbará su inquina el intemperante contertulio; será como echar leña al fuego o, mejor, aguardiente a la hoguera.
La mala cura deja penosos resabios en la mañana siguiente. Se despertará el afectado con asco en el estómago, pesadez en el hígado y un dolor de cabeza que podemos graficar como hacha en mitad del cráneo. La mala cura es una suerte de remordimiento irreparable, que se aventará con la lucidez temporal, para regresar por sus fueros cuando alguien ofrezca al padeciente: –“Una copita, compadre, que no le hace mal a nadie”.
Por el contrario, existen individuos que se alegran con el vino, acentuando su natural bonhomía, o predisponiéndoles a dar rienda suelta al buen humor. Son los que amenizan las reuniones de amigos y hacen soportables hasta los malos tragos –los etílicos y los otros, que parecen abundar en estos tiempos de crisis– y pueden transformar el peor rictus en sonrisa aquiescente.
Hay los beodos acongojados, que abren las compuertas del llanto y recuerdan las penas de amor, ésas difíciles de olvidar que han llevado a algunos a mascar el cristal de la copa (¡Oíd a Manzanero, hermanos y cofrades de botella en ristre!) o a suicidarse en medio de gloriosa borrachera. Están los cariñosos, que les da por abrazarte, llenándote de babeantes besos, jurándote amor eterno (nada hay más perdurable que un amor ebrio).
A veces me desahogo escribiendo; a menudo lo hago besando los labios fieles del vino. Ahora mismo, con este frío, bebería un “navegado” con naranja y canela, no para olvidar sino para acariciar los buenos recuerdos, como si fuesen una doncella nimbada de dulce embriaguez.

Ad vino veritas: “Después del vino, la verdad”