Opinión

Gente de la calle

Las estadísticas nos dicen que hay alrededor de ocho mil personas “en situación de calle” en Santiago de Chile.
Las estadísticas nos dicen que hay alrededor de ocho mil personas “en situación de calle” en Santiago de Chile. Este número contempla a individuos catastrados, pero un alto porcentaje de vagabundos es renuente a registros “oficiales” y prefiere vivir su libertad en el completo anonimato, por lo que bien podríamos estimar que estos indigentes de la rúa ascienden a veinte mil, sólo en la Región Metropolitana del Gran Santiago.
Hace poco más de una década nació la Fundación Gente de la Calle, que cuenta hoy con tres casas de acogida donde se albergan ciento veinte personas y circulan en ellas unas trescientas, obteniendo alimentación básica en tres comidas diarias, atenciones higiénicas, apoyo psicológico y tratamiento contra las dos principales adicciones: el alcohol y las drogas. Esta entidad funciona con aportes internacionales (ONG) y con la ayuda del Hogar de Cristo, institución de beneficencia creada hace sesenta años por el sacerdote jesuita, Alberto Hurtado, hecho santo canónico por la Iglesia Católica, aunque su santidad haya sido hace mucho consagrada por la acción, de acuerdo a la sencilla pero ardua recomendación de Cristo: “Dad de comer al hambriento y de beber al sediento… Si tu hermano te pide el manto, dale también tu vestido”.
En medio de una sociedad que procura exhibir un dudoso bienestar y que pregona el “inminente salto del subdesarrollo al estatus de país desarrollado”, existen grandes zonas de marginalidad y de miseria que las encuestas, manipuladas desde lo alto, esconden en un solo saco, espacios de ignominia que habitualmente no vemos, aunque estén bajo nuestras narices. El egoísmo, la codicia y la expoliación de los más débiles se muestran como virtudes de quienes “dan trabajo”, distorsionando el móvil básico de un economismo salvaje que se nutre de la adquisición, a bajo precio, del trabajo ajeno, para producir la plusvalía que enriquece a la minoría ávida… (Adam Smith; Ensayo sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones).
Lejos de la acción política, agotada para este viejo escriba, me acerqué a Gente de la Calle con el propósito de llevar a cabo, en su casa de acogida de Olivos 707 (¿te dice algo el Monte de los Olivos, amigo lector?) un taller de lectura y creación literaria. Para ello, conversé con su director, Francisco Javier Román, amigo, quien aprobó la iniciativa con entusiasmo.
Comenzamos hace un mes, cada miércoles, entre las seis de la tarde y las siete y media, con seis participantes. El primer día, en amplia habitación donde se alza una pequeña biblioteca de autores chilenos y universales, me esperaban cinco varones y una mujer, algo nerviosos y expectantes, aunque el más inquieto era yo, pues no tenía claro el alcance del taller y menos la predisposición de los contertulios. Saludé a cada uno de ellos, presentándome, y luego dejé sobre la ancha mesa de trabajo un ejemplar de los ensayos completos de Ernesto Sábato, libro de lectura ocasional, en esa semana, durante mis viajes en metro y microbús a través del enorme Santiago del Nuevo Extremo, donde me desplazo como contable... Tuve la primera sorpresa: Ernesto, hijo de emigrante ruso y madre chilena, me dijo: –“A mí me gusta más Sábato como ensayista que como narrador… Leí El Túnel y Sobre Héroes y Tumbas. Interesantes, pero no me apasionaron”.
Anoté sus nombres, a modo de escueta presentación, les di a conocer el propósito del taller y mi deseo de que se desarrollase como una tertulia, sobre la base de opiniones de textos leídos en las sesiones y comentarios compartidos. Empezaríamos por un cuento tradicional chileno, ‘El vaso de leche’, del conocido escritor realista, Manuel Rojas. Acometimos la lectura alternada, comenzando por Luz María (Lula), secretaria de la fundación y participante del taller; continuó Ernesto (el ‘ruso’), para seguir luego con Manuel, hombre que mostró buena dicción y conocimientos nada despreciables de la literatura chilena del siglo XX; Ernesto Mora, que padece una parálisis que le obliga a movilizarse con un ‘burrito’ de metal, se excusó de leer, por falta de anteojos; lo mismo le ocurrió a Humberto; José y Jorge continuaron leyendo en voz alta y Lula remató la sencilla y conmovedora historia de aquel muchacho solitario, lejos de su hogar, que recibe gestos de caridad y conmiseración de una mujer, dueña del restorán donde pide un vaso de leche para aplacar el hambre.
Comentamos la narración. Les dejé explayarse y que contaran alguna experiencia similar. Hablaron de su infancia, ese inagotable venero de la memoria donde casi todos los seres humanos nos apoyamos, a menudo idealizando el pasado como en una especie de catarsis para soportar dolores y padecimientos de la existencia… Todos ellos recordaban una casa remota, algunos en lugares de provincia, como Manuel, oriundo de la Araucanía; como Ernesto, hijo de la agrícola Talca, a quien pedí que nos contara el origen de aquella curiosa frase “Talca, París y Londres”, que nació de una antigua sombrerería del siglo XIX, que traía hongos y bombines de una marca vendida en las capitales de Francia e Inglaterra, a la que su dueño, pretencioso y rimbombante, había agregado el nombre de la rural y modesta villa de Talca.
El taller lleva cuatro sesiones. Espero con ansiedad que llegue el día miércoles. Ellos también me aguardan con interés; es fácil percibirlo, después de haber vencido algunas reticencias y cierta desconfianza, inevitables en personas que han sufrido en carne propia la discriminación y el abandono. Ernesto (el ‘ruso’) me dice que es difícil recuperar al vagabundo de su vida callejera, pues pese a las limitaciones, al frío y a las carencias cotidianas, existe un prurito de libertad que impide a muchos de ellos acostumbrarse al redil, a las normas más o menos rígidas de un hogar, por acogedor que parezca.
–¿Qué te gustaría hacer, Ernesto?, ¿cuál es tu sueño?
–Viajar. Conocer Odesa, donde nació mi padre… Pero eso ya no será posible.
–Quién sabe– le digo. Sus ojos claros se humedecen; se rasca la blanca barba y me pregunta: ¿Vamos a leer a algún autor ruso? –Sí– le respondo, algún cuento de Chéjov, seguramente.
–Anton Chéjov– dice Ernesto, como reflexionando para sí mismo… Él escribió que “la felicidad no existe; sólo existe el deseo de ser feliz”.
Camino hacia el metro. A una cuadra de la casa de acogida, una mujer ebria orina en un portal… Tendrá treinta o cuarenta años en su rostro amoratado donde se posan los siglos, como una paloma desolada.