Opinión

Un gallego del siglo XX (Memoria viva de Cándido Moure Rodríguez)

Si o mar tivera varandas,fórate ver ao Brasil;mais o mar non ten varandas,amor meu, ¿por dond’hei d’ir?Rosalía de CastroVine a Buenos Aires en 1925, cuando la dictadura de Miguel Primo de Rivera...
Un gallego del siglo XX (Memoria viva de Cándido Moure Rodríguez)
Si o mar tivera varandas,
fórate ver ao Brasil;
mais o mar non ten varandas,
amor meu, ¿por dond’hei d’ir?
Rosalía de Castro

Vine a Buenos Aires en 1925, cuando la dictadura de Miguel Primo de Rivera... Mi padre había perdido su puesto de trabajo en el Ayuntamiento de Chantada, por sus ideas republicanas y su conocida militancia… Él nos decía después que el exilio y el hambre son primos hermanos.
Yo tenía doce años al embarcarme con mis padres y mis seis hermanos, en aquel frío diciembre de 1924, hacia la aventura incierta de América. Dejamos la casa en el villorrio de A Touza, aldea de Santa María de Vilaquinte, al extremo sur de Lugo, cercana a la ribera del Búbal, río dulce y claro, frontera sin aduanas para los paisanos que van y vienen por la agraria Ourense... No hubo tiempo para despedirse de la morada donde nací, ni de aquellos montes rumorosos donde aprendiera el lenguaje de los pájaros y los secretos del agua, expresados en la lengua bebida en la leche de mi madre, Elena.
Yo no había visto el mar sino en láminas de revistas, en fotografías de periódicos que mi padre leía, en la ilustración amarillenta de un calendario que colgaba a un costado de la lareira (1). Aquel mar de Coruña me pareció gris y amenazante, como si yo fuera a perderme en las fauces vagarosas de la neblina que reptaba hacia desconocido horizonte. Entonces fue la vez primera que lancé el ancla hacia la profundidad de mis recuerdos…
Tenía yo siete años y me llevaba al monte las veinte ovejas de la familia, cumpliendo mi primer oficio, el de pegoreiro, al clarear el alba. Una tarde de mayo, gris y neblinosa, me entretuve buscando un escornaboi, o “cuernos de buey”, como se denomina al más grande de los escarabajos de España. Tarde me percaté que las primeras sombras del crepúsculo se apoderaban de la niebla como preludio de la noche inminente. Reuní mis ovejas y apuré el paso. En una quebrada se despeñó uno de los dos corderos del piño. Luché por rescatarlo, pero la profunda hondonada y los matorrales me lo impidieron. Mi padre me dio varios azotes sobre las piernas desnudas, mientras mi madre callaba la pena del castigo y el rencor de la pérdida, lamentable para la modesta hacienda.
Hubo otro recuerdo que aún hoy vuelve en mis sueños, expresado en metáforas de simbología onírica. Es el único juguete que recibí en mi infancia. El tío cura, hermano de mi padre, volvió de un encuentro sacerdotal en Madrid, allá por 1920. Me trajo una locomotora de latón, negra y dorada, con airosa chimenea y grandes ruedas plateadas. Olía a pintura y a metal, mezcla de aromas que a veces percibo en situaciones casuales y que me retrotrae a esos días felices en que jugaba con ella en los rincones de la casa, después de mis deberes de pequeño estudiante y pastor.
El día de nuestra partida, me di maña para introducirla en mi maleta de cartón, pero mi madre no permitió que la llevara; había cosas y utensilios más necesarios que aquel remedo infantil de máquina a vapor. En los años 50’ de este siglo, compré en Santiago de Chile, para mis hijos ya crecidos, una locomotora eléctrica con sus carros, rieles, señales y estaciones en miniatura. Fue el juguete llegado a destiempo, sin el júbilo del primer asombro.
El viaje a Sudamérica me parece hoy un sueño remoto, con ribetes de pesadilla. Después de larguísima y dura travesía, la enorme ciudad del Plata pareció tragarnos en el pasmo de sus fauces de acero y cemento. Buenos Aires era la desmesura abigarrada de la tierra… –Hay que vivirlo, les he dicho muchas veces a mis ocho hijos– para saber lo que eso significa en el alma de un niño desterronado.
Vivimos nueve años en Buenos Aires. Recuerdo los cálidos y húmedos veranos del Plata, las noches en el jardín, mientras nos mojábamos, mis hermanos y yo, para apaciguar la canícula. Completé mis estudios en la secundaria. Me hice contable, a mi pesar, porque hubiese querido estudiar la carrera de letras, pero había que decidirse por un oficio práctico y de buenas expectativas. He trabajado toda mi vida en los números, pero ellos no me han sido propicios ni concretaron sus extraños guarismos en cifras de fortuna personal.
En 1933, nuestro hermano mayor consiguió un promisorio empleo como gerente de una compañía de turismo en Chile. Partimos todos, en abril de ese año, al que sería nuestro último destino. En Argentina se hablaba del “país trasandino” como de un derrotero pobre, muy lejano a la opulencia europeizada de la gran Buenos Aires.
Tres años más tarde, cuando se iniciaba nuestra guerra incivil, conocería a la mujer que iba a ser mi esposa, con la que he cumplido ahora mismo sesenta años de matrimonio. Nos casamos en octubre de 1938, cuando la República Española perdía, irremediablemente, la contienda. El 3 de agosto de 1939, nueve días antes de que naciera mi primer hijo, Antonio, arribó al puerto de Valparaíso el vapor Winnipeg, con su preciosa carga de dos mil trescientos exiliados españoles.
El tiempo se precipita como una cachoeira (2) incontrolable. Trabajé durante veinticinco años como contable en una empresa franco-chilena. No medré como esperaba; el dinero se escurría entre mis manos, consumido por las crecientes necesidades de una familia numerosa, y por mi propia imprevisión. Renuncié a mi puesto y emprendí un negocio de ferretería que se vislumbraba auspicioso. A los cinco años conocí la desesperación corrosiva de la quiebra. Supe de la falacia de aquel sueño de prosperidad que se pregona como nimbo dorado del emigrante español en América, y que sólo toca a unos pocos elegidos de la diosa fortuna.
Como a casi todos los varones españoles asentados en América, me aficioné a la caza y a la pesca. De hecho, mi padre cazaba en los campos de Quiroga y en los Ancares. Aquello entristecía a mi madre, porque él se ausentaba a veces por una semana completa. Ahora me pregunto de dónde vendrá nuestro amor por la escopeta, nuestra afición a las armas de fuego. Según Hemingway, tiene que ver con esa proclividad a desafiar la muerte, que él asocia con lo que llama “el ser español”, identificándolo con la pasión por la tauromaquia, aun cuando soslaya que en España hay una enorme diversidad cultural y de visiones del mundo y que “lo español” aún no ha sido dilucidado.
Con amigos chilenos, parientes de mi mujer, he disfrutado largas cacerías y excursiones a la montaña, asados y condumios, fiestas familiares, partidas de naipes hasta la madrugada… Salvo contadas excepciones y algunos viejos amigos de la colectividad gallega, siento que los hispanos de este país, en especial aquellos que han accedido a posiciones económicas de privilegio, se aferran a un pasado que ya superamos –felizmente– y les cuesta entender la nueva realidad española, inserta en una Europa pujante y laica.
El tiempo que yo lograba hurtar a las horas acuciantes de labor contable, lo consumía con agrado en la huerta o en el jardín, acompañado de árboles y plantas, silenciosos camaradas que esperan sin decirlo tus solícitos cuidados. Algún día mis nietos o biznietos contarán la historia del limonero, mi último amigo-árbol que aún me acompaña.
Escucho la voz pausada y cadenciosa de mi mujer, leyendo en la sobremesa, con perfecta dicción, los libros que llenaron los ámbitos de la Casa –ésos que leíamos cada noche– para sembrar en los vástagos el perdurable amor por la palabra creadora: Cervantes, Quevedo, Rosalía, Machado, Unamuno, Ortega, Lorca, Hernández, Castelao… Mis hijos aprendieron a amar ese genio multifacético de las Españas, que yo recibí de mis progenitores y que traspasé, sin proponérmelo entonces, a estos criollos y mestizos del mítico reino transcontinental donde “no se ponía el sol”…
Oigo a uno de mis hijos recitar poemas de Rosalía o de Curros Enríquez, en nuestra vieja lengua campesina y marinera. Es otro eslabón con la memoria de la tribu. A él encomendé que buscara en A Touza el nido de las golondrinas estrelladas. Me ha dicho que las vio volar, airosas, en el pasado mayo. Aunque se trate de un poeta imaginativo, no dudaré aquí de su testimonio, que se corresponde con los versos de Curros:

¿Quen ollou dende a súa gaiola
atravesar á anduriña
i célere ata o ceo
o seu vóo remontar,
que non envexou isas áas
á ave peregrina,
para, no semellante anceio,
tan célere voar?
    
Esposa chilena de raíces castellanas tuve. Engendramos ocho hijos, treinta y seis nietos y cuarenta biznietos… ¿Quién podría dudar hoy de mi triunfo y de mi riqueza?

(1) Lareira: habitación del fuego; lugar de la cocina y del yantar.
(2) Cachoeira: en gallego, cascada, caída de agua.