Opinión

La forma como riesgo

No pocos lo encontrarán insólito, si es que no incongruente, y especialmente aplicado a un caso como el que hoy nos ocupa.
No pocos lo encontrarán insólito, si es que no incongruente, y especialmente aplicado a un caso como el que hoy nos ocupa. Pero siempre me resultó significativo que, en el aceitado mecanismo de precisión que es su profético tango ‘Cambalache’, parido en 1935 y cuyos amargos vaticinios la historia colectiva de los argentinos no ha hecho desde entonces más que acentuar, Enrique Santos Discépolo (un exigente artífice, a quien le llevaba todo un arduo año de trabajo encontrarse con las palabras justas) hubiera dejado latiendo una línea tan precisa como ésta: “Todo es igual... Nada es mejor...”. Que me parece cáusticamente reveladora, no sólo en términos morales o sociales sino también, de forma específica, con respecto a la situación del arte y la literatura en nuestro tiempo. Y sobre todo por venir de quien se trata, una figura canonizada en los dominios de la cultura popular, que muy difícilmente podría ser tachado de elitista.
De una manera que algún día deberá ser analizada, si es que a alguien le interesa, la progresiva y universal implantación de los criterios de la sociedad de consumo y sus mareas demagógicas de envilecimiento del gusto general, de carácter masivo y seductor, acabaron inoculándose también, a sabiendas o no, tal vez inconscientemente, incluso en artistas que se imaginaban enfrentándola. Lo que no dejó de originar, es claro, graves malentendidos. Acaso recién ahora, por ejemplo, comienza a percibirse el verdadero alcance de ciertas afirmaciones. Decía Baudelaire, entre 1855 y 1862: “pereceremos por donde hemos creído vivir. La mecánica nos habrá americanizado de tal modo, el progreso habrá atrofiado tan bien en nosotros toda la parte espiritual, que nada, entre las ensoñaciones sanguinarias, sacrílegas o anti-naturales de los utopistas, podrá ser comparado a sus resultados positivos”. Y Paul Valéry acotaba, en 1932: “existen máquinas que dispensan de la atención, que dispensan del trabajo paciente y difícil del espíritu; cuanto más avancemos, tanto más se multiplicarán los métodos de simbolización y de grafía rápida. Esos métodos tienen a suprimir el esfuerzo de razonar”.
Hace ya tiempo que, en tan ácido contexto, vengo siguiendo cómo se desarrolla en la literatura argentina, sólo aparentemente apartada, abiertamente en contra de la corriente general, la obra poética exigente y altiva de Ricardo H. Herrera (1949). Continuada y persistente, su poesía ha ido acentuando con naturalidad las pautas clásicas del oficio, básicamente el metro y la rima, hoy prácticamente abandonadas. Si había coraje en eso, aunque el asunto no motivara ya ni una gota de sangre intelectual, había también un riesgo. No en el sentido de ejercer un derecho que, después de todo, estaba también implícito en la libertad de elección que vinieron a oponer a una retórica congelada las verdaderas vanguardias de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Sino porque, al menos a mi modesto entender, como suele ocurrir incluso en términos políticos, no era suficiente una restauración, apenas superficial o en apariencia, para justificar de fondo una elección de formas del pasado. Había que apropiárselas, había que verlas germinar. Como en cualquier otra perspectiva, incluso antípoda, el derecho a expresarse debía ser ganado en el cuerpo del poema, en la carne viva del poema realmente logrado.
Creo que, en gran medida, y por lo menos en el caso de Herrera, en tantos sentidos sintomático para nuestra lírica contemporánea, su libro reciente viene a traernos una buena nueva, una confirmación. No sólo porque la conmovedora tensión (“rivalidad del alma y de la carne / peleando en mí”), flagrantemente moderna, que recorre el clima de estas páginas, sino hasta el mismo hecho de que algunas mínimas imperfecciones, aquí y allá, en un corpus retórico por lo general perfectamente labrado, nos transmitan la certidumbre de una compulsión expresiva, de una necesidad existencial, orgánica, la huella de una experiencia hondamente vivida (“la tormenta / ha encendido el hogar de la memoria, / ha entibiado tus pies bajo las mantas.”) De una revelación, en suma.
No logro percibir por ahora, con entera claridad, la adecuada connotación, la reverberación de un título tan escueto como ‘El descenso’, pero me animaría a sugerir que, si bien por un lado es posible asimilarlo con el concepto de la Caída original, también podría experimentárselo como una inmersión en los terrenos orgánicos de lo humano, de lo humano que no puede dejar de tender a ser espíritu sin recordar que siempre tendrá algo de (esperemos que, como en este caso, noblemente, bellamente) animal: “su pelambre azabache / brillaba sobre el nácar de la espalda / desde la nuca al rabo”.