Opinión

Exonerados

Nunca es triste la verdad;lo que no tiene es remedio.J.M. SerratCaminé por la comuna de Providencia buscando la oficina de los “exonerados políticos”, y, como presintiendo el invariable destino de la historia y de las historias humanas, me dije que era increíble que esa oficina estuviera en un barrio tan bonito, con árboles y sin muchos ruidos contaminantes.
Nunca es triste la verdad;
lo que no tiene es remedio.
J.M. Serrat

Caminé por la comuna de Providencia buscando la oficina de los “exonerados políticos”, y, como presintiendo el invariable destino de la historia y de las historias humanas, me dije que era increíble que esa oficina estuviera en un barrio tan bonito, con árboles y sin muchos ruidos contaminantes. Llegada a la casa-oficina me pareció aún más asombroso, pues es una casa preciosa… Me dije, entonces: por lo menos hay un lugar bonito en donde llegar a indagar por estos asuntos. Al entrar, una muchacha me pregunta a qué vengo. Le digo que a conocer los posibles beneficios de los exonerados políticos. “Al fondo, a la izquierda”, sonó su voz como el despertador que nos vuelve a la realidad. Efectivamente, al fondo a la izquierda está la casucha que atiende a los exonerados políticos: una mediagua con tres computadores viejos, un par de sillas  y dos personas que atienden; afuera, una cochera o “garage” techado, que hace de sala de espera. Como no había mucha gente, nos hicieron pasar a los tres primeros a la patética recepción... El primer hombre se veía muy pobre, pero bastante digno; limpio y compuesto como para la circunstancia, pensé. Se sentó delante de uno de los escritorios donde atendía una señora. El hombre fue bastante escueto, y, mostrando unos papeles, dijo: –“Señora, quiero saber si tengo algún otro beneficio, hace dos días que no tomo ni una taza de té, esta pensión no me alcanza ni para lo mínimo... He tratado de ahorcarme dos veces”–. La mujer que atendía lo miró con algo que me pareció una mezcla de incredulidad, pena, resignación y pragmatismo, y le dijo: –“Le haré un certificado para que vaya al INP (esta sigla ya suena como a Purgatorio). Algo masculló el pobre viejo, que ni yo, que estaba atenta, le entendí. Le dijeron que esperara su certificado. La mujer se paró de su escritorio y se fue... Pensé que la bendita señora ya estaría harta de tanto drama. Quedó atendiendo, en su reemplazo, un señor de edad que le decían “el profe”, y tenía la típica cara del profe “comunista histórico” que todos conocemos. Atendió al otro hombre que estaba antes que yo. Era un individuo joven que venía a preguntar por un certificado para su padre; también lo mandaron al INP, “que ahora se llama de otra manera”. Y vino mi turno: –“Soy hija de exonerado político y quisiera saber, le dije, exhibiendo las tarjetas p.r.a.i.s.e. mías y de mis hijos (porque en uno de los supremos actos de buena voluntad de este país se les concedió también  a los hijos y nietos de exonerados políticos, presos y torturados el beneficio de salud), dos cosas: si tengo algún otro beneficio, y por qué la pensión de mi mamá es tan escuálida. El “profe” me miró con la mejor de sus sonrisas, como pensando de qué mundo habrá salido ésta, me pide el nombre y apellidos de mi padre... Al encontrarlo en su computador me dice, –“claro, efectivamente, está”–. Después de una larga explicación, que en resumen era una queja a las autoridades políticas, a su partido y a sí mismo, la cuestión es que yo tenía que agradecer, porque después de una cierta fecha, a los exonerados políticos ni siquiera les quedó el beneficio de salud… O sea, le digo, aparte de la mísera pensión de mi madre y la tarjeta de salud, no hay nada más. ¿No hay becas de estudio? –“Sólo para hijos de torturados y presos políticos, no para los exonerados... “Pero se acaba de firmar una ley, de becas y ayudas; hay que estar atentos. Y, mire, si quiere vaya al INP y consulte lo de la pensión de su mamá”. Sonreí. A esas alturas el INP era como el hijo de Dios. Muchas gracias, le dije. Y salí.
Al caminar de regreso sentí un alivio raro y muy freak; para variar, no me había equivocado, todo seguía igual y Chile seguía siendo el mismo. El mismo hijo de puta con las mujeres, con los pobres, con los hombres no exitosos, con los marginados, con los diferentes, con los que piensan distinto, con los rebeldes… Ni siquiera vale la pena, me dije, darle más vueltas: Chile gatopardo. Y la cuestión sigue siendo la misma de siempre: los exonerados, los torturados, los presos políticos, ni sus viudas, ni sus hijos, ni sus nietos, son útiles para argumento político alguno, ni noticia. Son sólo seres humanos desprotegidos, deshonrados, deshistorizados; en resumen, pasados de moda. En este país en que vamos tan rápido con todo y todos, ya pasaron de moda. Lo raro, me dije, es que ni siquiera en tiempo de elecciones resultemos atractivos.
De camino a casa los afiches de los candidatos pasaban rápido por mi ventana: imposible distinguirlos con mediana claridad.
Después, él me esperaba. Le conté la experiencia. Sonrió, escéptico, pero acogedor: –“Como en nuestra sociedad, hay dos clases de exonerados: los pocos que se acomodaron con los beneficios del sistema y los muchos que morirán marginados… Acuérdate de Levy Straus, la tribu jamás perdona a los perdedores y a los que se fueron…”.
En casa había aroma de café y pan tostado, los sencillos olores de la esperanza. Mi hijo tocaba el piano, y mi hija leía. Nosotros cuatro éramos la única historia en la chispa del universo.