Opinión

Ejecución

Hace unas horas, la democracia estadounidense ejecutó a la presa Teresa Lewis. Su ejecución ha abierto numerosos debates en los medios, aunque ninguno cuestiona el sistema penal de ese país, el país rico con mayores ratios de violencia y población reclusa del planeta. Unos discuten la conveniencia de ‘ajusticiar’ a una persona que tenía una determinada discapacidad intelectual.
Hace unas horas, la democracia estadounidense ejecutó a la presa Teresa Lewis. Su ejecución ha abierto numerosos debates en los medios, aunque ninguno cuestiona el sistema penal de ese país, el país rico con mayores ratios de violencia y población reclusa del planeta. Unos discuten la conveniencia de ‘ajusticiar’ a una persona que tenía una determinada discapacidad intelectual. Otros comparan este caso con el de la rea iraní Ashtiani, cuyo país sí ha sido sometido a una campaña de acoso mundial por este motivo. Pero de todas las versiones, la que más sorprende a estas alturas de nuestra pretendida modernidad es la cuestión de género: Teresa Lewis era una mujer. El problema de la actual sociedad machista en la que vivimos no es cómo seguimos discriminando a la mujer; lo peor es que creemos que ya no somos machistas. En el extendido debate de género sobre esta ejecución subyace la percepción que la sociedad –hombres y mujeres– tiene de ‘lo femenino’ como algo débil o a proteger, como si lo femenino no pudiera ser actor independientemente de lo masculino. Todos los lectores recordarán el caso en España del profesor Neira, que acabó en un hospital por defender a una mujer de su maltratador. El asunto dio más páginas a las rotativas que las cuatro docenas de mujeres que habían muerto ese mismo año por aquellas fechas. Eso sucedió porque la sociedad y los medios machistas estaban más escandalizados que nunca: se había atacado a un varón, y eso ya era más fuerte que matar a las otras cuarenta.