Opinión

La dudosa democracia

Jorge Luis Borges definía la democracia como “abuso de la estadística”. Grandísimo escritor, sin duda, aunque contradictorio y desconcertante.
Jorge Luis Borges definía la democracia como “abuso de la estadística”. Grandísimo escritor, sin duda, aunque contradictorio y desconcertante. Estuvo en Chile, en 1978, entrevistado por el diario ‘El Mercurio’ y otros medios de nuestro momiaje (1) criollo, y declaró, sin ambages, su admiración por Pinochet (se retractaría, años más tarde, como de otros “pecados de opinión”, aquellos asertos brutales que tanto gustaban a la derecha extrema: “los vascos no deberían existir”, o “los negros son muy simpáticos, pero como esclavos”). Estos y otros extravíos locuaces de una inteligencia creativa superior le acarrearon, sin duda, la negativa permanente a entregarle el Nobel de literatura, que merecía con creces por su obra excelsa y originalísima.
Estoy en las antípodas ideológicas de Borges, pero tengo mis prevenciones respecto a la democracia como concepto sujeto al simple juego de los guarismos mayoritarios; quizá sea porque me siento pertenecer a la “inmensa minoría”. Y esto de que, si somos uno más entre dos bandos, podamos imponer al grupo minoritario la fuerza incontrastable de nuestra arbitrariedad, me parece aberrante e inhumano.
Hugo Chávez, actual presidente de Venezuela, quiere perpetuarse “democráticamente” en el poder, a fuerza de enmiendas constitucionales plebiscitadas que pueden consagrar, por la sola fuerza de la mayoría electoral, resoluciones antidemocráticas en sentido esencial, puesto que uno de los principios de esa forma de expresión cívica es impedir la perpetuidad y hegemonía absolutas de cualquier fuerza política, económica o ideológica. Hoy en día, desde un gobierno que maneje con habilidad la manipulación mediática, es muy posible obtener que la “mayoría virtual” apoye irrestrictamente a los mandatarios en el poder, y los perpetúe, sobre todo si el Estado se erige como el primer empleador y fuente de ingresos sociales. Es el peligro contemporáneo de sostener regímenes populistas, sean de izquierda o de derecha, que para las dictaduras no hay direcciones únicas donde encauzar las ideas, o la falta de éstas...
En nuestra Galiza, el llamado Partido Popular, que agrupa a las fuerzas políticas de la derecha –mayormente totalitarias–, acaba de apoyar una manifestación llevada a cabo en Santiago de Compostela, que convocó a siete mil personas (en cifras optimistas y discutibles), donde se pedía “respetar el derecho de los gallegos que aspiran a una Galicia bilingüe”. Hubo contramanifestantes, que fueron reprimidos enérgicamente por la policía (cosa que agrada a la “derechona”, porque es su sinónimo de “orden”). Pude verlo aquí, a doce mil kilómetros de distancia, gracias a mi buen amigo y compañero José Valle Díez, escultor sadense y poeta de las formas, que me remitió las esperpénticas imágenes... Banderas reales de la España imperial, manifestantes disfrazados de guardias civiles, toreros de salón y matronas de cuplés: la España de charanga y pandereta, que nos decía Antonio Machado, la que piensa poco y embiste con la cabeza.
“Pero si Galicia siempre ha sido bilingüe –diría mi señor padre– desde hace quinientos años que lo es”... Claro, con la salvedad que una de las dos mitades de falantes –la castellana– tuvo en sus manos el noventa por ciento del poder para mandar, imponiendo a rajatabla (a veces a sangre y fuego) esta lengua que ahora llaman –universal y globalizadamente– “español”, no sólo a los gallegos, sino a vascos y catalanes, en la ibérica península; y a aztecas, mayas, quechuas, incas, aymaraes, araucas, mapuches, hulliches, kawéscars, onas y yaganes, desde el Río Blanco de los mexicanos hasta la Patagonia del Último Reino... Sólo que euskeras, catalás y galegos han sido más porfiados que los aniquiladores y han mantenido sus lenguas ancestrales, sorteando siglos de oficialismos ramplones y castradores. En Chile, novecientos mil mapuches también quieren ejercer el derecho a expresarse y a educar a sus hijos en la hermosa y metafórica “lengua de la tierra”, pero eso no es posible, por ahora, y es difícil que lo sea, porque los imperialismos culturales suelen ser más corrosivos e implacables que los militares, y el mestizo chileno –en clara mayoría étnica– reniega de su ancestro indígena y quiere posar de “europeo”.
Hablo hoy del Galego, que aprendí en mi infancia de Santiago del Nuevo Extremo, que amé desde las voces de mi abuela Elena y de mi padre Cándido, que perfeccioné (hasta donde he podido) en contactos ultramarinos con la Galicia atlántica, lengua que aún no está completamente “normativizada”, pese a los ingentes esfuerzos de tantos adelantados nuestros, idioma que sigue luchando contra esa corrosión subrepticia y terriblemente eficaz que conocemos como diglosia, y que es la convivencia de dos lenguas en un grupo social con menoscabo evidente y constante de una de ellas. ¿Es necesario recordar a Rajoy y compañía cuál de ellas, en Galicia, es la deturpada por la acción avasalladora de la otra?
El problema es político –claro, todos los problemas, a la postre, lo son– y debe ser estudiado y acometido como tal. Por tanto, los grupos ideológicos que luchan por la dignidad de la lengua gallega son los que tenemos que apoyar, en estos comicios y en los que vendrán, porque está claro que quienes defienden un hipócrita bilingüismo son los canteros de la ‘longa noite de pedra’, que construyen la definitiva lápida para que la lengua de Rosalía y de Castelao desaparezca y quede en “archivos sonoros”, en los museos, donde yacen muchas lenguas “minoritarias”, vencidas por el peso de la estadística y la estulticia de los que suman más:  borregos contados en el túnel del matarife.
Escribo en castellano (dejo lo de “español” para el fútbol), porque es el idioma que aprendí para la vida del trabajo, de la gestión civil y de la cultura heredada en esta isla del finisterre austral; la lengua de Gabriela Mistral y de Pablo Neruda, ‘chilenizada’ según nuestros aires vitales y telúricos, y merced al influjo fulgurante de los poetas capaces de inventar su propia lengua... También puedo hacerlo –con menor propiedad, reconozco– en galego, porque, si no soy víctima de diglosia, sí lo soy del viejo imperialismo que nos legaron: espada, cruz y gramática... Sólo que quienes aún perciben las voces de la tierra, el rumor del viento, el apremio del fuego en los labios femeninos de la oralidad, seguirán luchando por expresarse en Galego, allá en las aldeas de la Galicia profunda... Y en Mapudungun, aquí, en las tierras del Walmapu, donde el agua y el bosque siguen cantando en el idioma sagrado de la tierra.

(1) En Chile, se llama “momios” a los derechistas (una acertada metáfora) y “momiaje”, al conjunto de ellos como fuerza política; podría ser equivalente a “derechona” en España.