Opinión

Los curas y el chisme

Ratzinger Papa, con su voz de vieja cascuda y plañidero acento, se ha quejado de los “chismes contra la Iglesia”, del aprovechamiento que hace la “mala prensa” de los dolorosos acontecimientos que, cada día, son develados y que involucran a sacerdotes, diáconos y hermanos ligados a la incólume Piedra de Pedro, cuya base, al parecer, contiene más lodo del que se quisiera.
Ratzinger Papa, con su voz de vieja cascuda y plañidero acento, se ha quejado de los “chismes contra la Iglesia”, del aprovechamiento que hace la “mala prensa” de los dolorosos acontecimientos que, cada día, son develados y que involucran a sacerdotes, diáconos y hermanos ligados a la incólume Piedra de Pedro, cuya base, al parecer, contiene más lodo del que se quisiera.
Los cinco hermanos Moure Rojas íbamos al Liceo Manuel Arriarán Barros, más conocido como Don Bosco. (Toñito, el primero de seis, iba al Luis Campino, ya se sabe, lejos de avatares enojosos). Era la década del 50’; en España campeaba Franco, líder laico y feroz del catolicismo fundamentalista. Nos llegaban al colegio revistas católicas en las que se denunciaba, con adjetivos rotundos y virulentos, a los impíos protestantes, a los secuaces del judaísmo internacional, a mahometanos, ortodoxos, anglicanos y a toda la ralea de equivocados infieles del universo mundo. Había allí un ‘hermano’ y dos curas (de los seis que impartían la docencia) conocidos por su proclividad al manoseo infantil y a otras prácticas nefandas (este último adjetivo pertenece al léxico de los cánones eclesiásticos, y suele aplicarse a homosexuales y lesbianas, marginados del beneficio público de la religión, aunque muy activos, en la especialidad de la pedofilia, dentro de los recintos purpurados). Tomás, uno de los cuatro hermanos Veiga López, junto a un compañero, descubrió al diácono de marras en pleno acoso a un menor, dentro de la caseta de vituallas que regentaba en el patio. Otro infante vulnerado contó a su padre el abuso cometido en su cuerpo y en su alma por uno de los frailes. El escándalo subió de tono, porque el progenitor era nada menos que oficial del regimiento de infantería de San Bernardo, y lo que trató de hacer fue “pasar por las armas” (las de hierro, entiéndase) al felón ensotanado. Intervino, hábil y diplomático, don Raúl Silva Enríquez, sacerdote de Cristo, salvador de vidas humanas, enemigo de los tiranos, Dios lo tenga en la Gloria… El asunto no pasó a mayores, porque no hubo “penetración” sino escarceos superficiales y no era para tanto... El infractor fue “castigado”; se le trasladó al monacato de Macul y, borrón y cuenta nueva. (Dicen psiquiatras y psicólogos que no hay mejoría posible para la pedofilia, salvo la castración).
Esto no es novedad, sigue ocurriendo y, al parecer, continuará. El beato prócer de los Legionarios de Cristo (¿de cuál Cristo se trata?) ha sido desnudado públicamente en sus miserias privadas. Obispos involucrados en los Estados Unidos en similares aberraciones (también en Chile) han corrido la misma suerte, con distinto humo... La jerarquía tratando de minimizar los hechos, de apagar el escándalo, a veces, con parafina, produciendo el efecto contrario y dando pábulo a periodistas perversos que parecen no entender que lo de la infalibilidad del dogma nada tiene que ver con el estupro.
Miseria, flaquezas, fango humano. El Evangelio puede servir de conmiseración o de simple coartada: “El que esté sin pecado, lance la primera piedra”. Y, claro, todos somos miserables criaturas sujetas al error, víctimas y cultores asiduos de los siete pecados capitales y de otros menores pero igualmente corrosivos, con esa mancha de culpa que viene del padre Adán y de la madre Eva, que le tentó con el sexo hecho manzana, amistándose con la rastrera sierpe que “le herirá en el calcañar”... Hace poco, un sacerdote extranjero, prestigioso conferencista internacional en Jornadas de Filosofía, dijo en el paraninfo de la Universidad Alberto Hurtado: –“El pecado original se transmite a través del útero de la mujer”–. Marisol, en plena exposición, puso al fraile en su sitio; éste se desdijo, trató de explicar y sólo logró afirmar aún más lo que se viene enseñando hace dos mil años: que el sexo es sucio, salvo que sea para procrear; que su disfrute es malsano; que hay que abstenerse cuando las hormonas de la primera juventud se encabritan… Toda la moral judeo-cristiana y musulmana se basa en tales asertos. La clave es la mujer, que estos últimos anatematizarán con el velo absoluto del falso pudor y la odiosa desconfianza. Aquéllos la forzaron durante milenios a la absurda escogencia entre hijos y cocina o los muros del convento. Como contraste paradigmático e inefable, la virginidad de la madre de Dios, inmaculada, es decir limpia de la mancha del pecado sexual, se mostraba como camino ideal de pureza para las hijas de Eva.
A los hombres dedicados al ministerio sacerdotal (católicos) se les obligó a un celibato que no está prescrito en los libros sagrados del cristianismo, y que, si no provoca por sí la pedofilia o el homosexualismo, sí que los predispone en el contacto exclusivo de la vida cotidiana con hombres y, sobre todo, con niños. Esto suele darse en otras circunstancias parecidas, como en escuelas laicas, internados, y cuarteles de conscriptos, especialmente, donde hemos conocido casos deleznables que han llegado al crimen y a su consiguiente ocultamiento, con el falaz argumento: “El individuo transgrede; la Institución permanece incólume”, como si las entidades tuviesen esencia antes del hombre que las creó.
Recuerdo una conversación que tuve con nuestro amado tío cura, hará cuarenta años de esto. Me dijo, más o menos textualmente: –“Hasta los cuarenta años no tuve mayores problemas para mantener mi celibato y resistir las tentaciones de la concupiscencia, pero pasada esa edad, el asunto cambió radicalmente. Me bastaba sentir el olor de una mujer en el confesionario para que mi alma se turbara y mi cuerpo cayera en descontrol…”. Reacción humana, natural, entendible, distorsionada por la moralina impuesta contra natura por los represores jerárquicos de una institución que se empeña en mantener prácticas a todas luces caducas, mientras, por otro lado, apoya un sistema materialista de expoliación del prójimo que exacerba el hedonismo desenfrenado. En suma, política hipócrita de esconder la basura debajo de la alfombra mientras las moscas revolotean a placer.
Más allá del chisme y de la escandalera periodística existe una penosa realidad que no ha sido enfrentada por los primeros responsables: los dignatarios, con la actitud transparente y rigurosa que la opinión pública y sus propios feligreses y simpatizantes exigen.
Ni siquiera el Papa es capaz de tapar el sol con la mano.