Opinión

Corrector de pruebas

En abierta franqueza, Carlos Fuentes nos ha ofrecido unas páginas con retazos de una autobiografía interior llamada ‘En esto creo’. En ella va recorriendo el abecedario de la vida misma.
En abierta franqueza, Carlos Fuentes nos ha ofrecido unas páginas con retazos de una autobiografía interior llamada ‘En esto creo’. En ella va recorriendo el abecedario de la vida misma.
Comienza por la A de amistad y finaliza en la Z de Zurich, la ciudad Suiza que le forjó en el conocimiento positivista sin convertirlo, como dice, “en reloj de cucú”, pero sí le ayudó a comprender las convulsiones atormentadas de Calvino, y entender la pasión de su admirado Thomas Mann hacia el deseo de un cuerpo joven, por encima del aliento encendido e intelectual.
Sucedió una noche lejana frente al lago Leman convertido por unos momentos en la playa Lido de ‘Muerte en Venecia’, cuando el demacrado profesor Aachenbach, corriéndole el tinte del pelo sobre el rostro, observa con fogosidad inflamada la última visión atormentada del sexual joven Tadzio.
En mitad de ese recorrido por el alfabeto interior del autor, me paré en la letra R, y allí estaba la voz Revolución, una expresión y un contenido social muy lejano de mis propias afinidades humanas, al sentir horror por esos bruscos cambios traumatizantes de los que han querido voltear el mundo, y siempre han dejado un interminable reguero de sangre, miedos, dudas y destrucción.
Creo firmemente con los años –y he cruzado el Rubicón de mi propia supervivencia sin enmienda ni regreso– que solamente a un alborotador de postín, Jesús de Galilea, valió la pena seguirlo, pues como dice el propio mexicano, es el verdadero “corrector de pruebas de la vida humana”.
Cada gobernante necesita inventar sus propios mitos para no caer del pedestal donde está alzado. Cuando eso sucede, el orden establecido se hace añicos, el culto a la personalidad se levanta cual marabunta en desbandada, y el pueblo comienza a perder el libre albedrío que se reencarna en el Gran Líder.
Lo comenzaron haciendo los reyes de Micenas y hasta el día de hoy es el mismo argumento escrito, inventado o soñado por Agamenón y Homero.
Uno aprende poco y el pueblo, con frecuencia, menos; éste suele correr iluso, como viento en desbandada, tras palabras encendidas, y cuando trasluce algo amargo, ya es demasiado tarde para volver a regresar al encuentro de sus pasos perdidos.
Un ejemplo es John Reed, el americano enterrado en las murallas del Kremlin, en la Plaza Roja de Moscú, tras los hechos sucedidos en octubre de 1920. Él creyó, como miles, haber formado parte de la mejor revolución. No fue posible.
Se evaporó dejando millones de muertos y una nación devastada sobre los helados surcos de un inmenso gulag.