Opinión

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Los que hemos renunciado a inventar respuestas sobre nuestra existencia tendemos a buscarlas con ahínco en la ciencia. Hemos observado interesantes investigaciones sobre los orígenes de nuestra especie educados por científicos como Leakey, Dawkins, Arsuaga o Carbonell. Estos años aumentaron los estudios sobre la relación entre nosotros y nuestros primos los neandertales.
Los que hemos renunciado a inventar respuestas sobre nuestra existencia tendemos a buscarlas con ahínco en la ciencia. Hemos observado interesantes investigaciones sobre los orígenes de nuestra especie educados por científicos como Leakey, Dawkins, Arsuaga o Carbonell. Estos años aumentaron los estudios sobre la relación entre nosotros y nuestros primos los neandertales. Se percibía una cierta nostalgia de la comunidad científica hacia el gran homínido blanco extinguido hace unos 30.000 años y se especulaba con la convivencia que mantuvo con nuestra especie, de apariencia más frágil y piel oscura. Algunos escribían sobre ello con cierto complejo de culpa porque contribuimos a su desaparición. La vida de los últimos neandertales, reyes del norte de Eurasia, se antojaba como si un humano actual vagara por el espacio, infinitamente solo, tras un desastre nuclear en la Tierra. La morriña la inventó el último neandertal. Estos días, la revista Sciencie ha presentado un estudio que responde a una de las preguntas que se hacían los paleoantropólogos: sí, los humanos y los neandertales se cruzaron sexualmente y nosotros llevamos una pequeña herencia genética de ese encuentro. Lo que me asombra es la excepcional bondad de los científicos que esperaban un gesto generoso de nuestra especie hacia los neandertales y no se paran a ver qué hacemos a diario con nuestros propios congéneres: somos capaces de invadir sus países, masacrarlos o ver cómo se mueren de hambre sin sentir la más mínima conciencia de especie.