Opinión

Cartas varadas

Los amigos dejados en Belgrado, antes y durante la guerra de los Balcanes, han ido regresando en forma de cartas, pequeñas misivas de un papel tenuemente azulado, donde hablan de viejos recuerdos, encuentros en cafés, paseos entre los abedules y castaños del Parque Kalemegdan y noches de poesía, trigo y querencias, en las orillas donde el Danubio y el Sava se unen tan suavemente que más parece un furtivo encuentro de amor.
Cada día se escriben menos cartas, el género epistolar se ha venido a menos, y con ello los sentimientos aflorados a un costado del alma se han empequeñecido. Uno no puede expresarse igual con un correo electrónico o una llamada de celular. Pero estos son los tiempos y hay que vivirlos.
El libro de cartas más sinceramente escrito, el de la Marquesa de Sevigné a su hija, nos recuerda que durante siglos, casi hasta el XVIII, en Europa y más concretamente en Francia, los más sutiles y deliciosos espíritus “se confesaron” audazmente en el género epistolar, consiguiendo una categoría tan firme como la del teatro y la novela. Y nos evoca algunos nombres unidos a Marie de Raboutin Chantal, Marquesa de Sevigné, con Montesquieu, Chesterfield, Pascal y Rousseau, entre otros amantes de la palabra escrita.
Las cartas eslavas traen recuerdos y se forma un vapor húmedo en los ojos.
En el centro de Belgrado está el Café Moscú. Allí todas las noches una pequeña orquesta compuesta por media docena de instrumentos, donde destaca un par de violines, inundaba el local de unos sonidos que, más que notas musicales, eran el pentagrama de un dolor cercano con una guerra que se tocaba con las manos y dejaba cicatrices en la piel.