Opinión

Bulbos secos

Los álamos se hallaban deshojados, casi turbios; el castaño áspero, la higuera inerte, las paredes de la casa mantenidas con clavos de retraimiento. Las cuartillas escritas durante tantas noches, acumuladas en el aparador, eran borradores colmados de una letra menuda, apretada, y si las acercaba al rostro, olían a pistilos de azafrán.
Los álamos se hallaban deshojados, casi turbios; el castaño áspero, la higuera inerte, las paredes de la casa mantenidas con clavos de retraimiento.
Las cuartillas escritas durante tantas noches, acumuladas en el aparador, eran borradores colmados de una letra menuda, apretada, y si las acercaba al rostro, olían a pistilos de azafrán.
En otro tiempo no lejano, el ‘apaga-males’ fue el romero, arbusto aromático al que Pastora Soler le canta: “Voy a sembrar en mi ventana flor de romero pa que se vaya lo malo y pa que entre lo bueno”.
El tufillo del azafrán es más bien fuerte, de sabor agradable y coloración amarilla. Se recolecta a final del otoño tardío; se separan sus finas ramitas parecidas a hilos y se tuestan a fuego lento.
El azafrán, escribió un herborista árabe de la Edad Media, la menta y el orégano silvestre, templan, confortan y salvan el cerebro de las fogosidades indóciles si son empleadas como condimentos.
Las hojas de orégano, cuando se hierven y se dejan reposar, se convierten en un portentoso remedio contra la fatiga, los dolores musculares y el reumatismo. También calma el mal de amores, aunque sobre ello no hay razonamiento cierto, al ser esa querencia una flor cultivada en los barrancos del alma.
En la casa de la lejana infancia, el abuelo Baudilio traía tomillo del Mediterráneo y azafrán de la misma orilla. Estas flores, llamadas por los musulmanes ‘sahafarn’, son empleadas por sus altos valores curativos para combatir la bronquitis, tos e insuficiencia ovárica.
En los fogones de los pueblos de las  costas del limonero y la flor de naranjo, es condimento apreciado, aportando a los platos una característica tonalidad rojiza, el llamado ‘color azafrán’, y un sabor ligeramente amargo, así como un aroma exótico empujado por relatos de lejanas tierras, entre patios de agua, celosías, recámaras de oro, esclavos, eunucos y bellísimas doncellas.
Unos bulbos secos de azafrán colocados durante unos días en un vaso de agua, son un alivio en noches tortuosas de dudas y miedos.
El próximo otoño –si tercia y el cuerpo aguanta sus achaques– regresaremos al lejano hogar de la colina.
El viento gruñón, conocedor de cada una de nuestras cuitas, compañero de juegos entre los rastrojos y los peñascales, habrá partido hacia las tierras altas, lugar en que el aire es suave cual lágrimas de niña y el cielo contiene un profundo gris melancólico. Posiblemente solo el pino negro oloroso a resina nos espere. Tal vez siga en lo alto erguido, perenne y… agradecido.