Opinión

Alda Armagni

Si la modestia fue considerada durante tanto tiempo como condición indispensable de grandeza, si la humildad coincide casi siempre con el genio, resulta a veces arduo y hasta difícil reconocer hoy a los artistas auténticos, a los grandes artistas, en estos tiempos de estridencia y de exhibicionismo.
Si la modestia fue considerada durante tanto tiempo como condición indispensable de grandeza, si la humildad coincide casi siempre con el genio, resulta a veces arduo y hasta difícil reconocer hoy a los artistas auténticos, a los grandes artistas, en estos tiempos de estridencia y de exhibicionismo. Porque el artista verdadero, que vive plenamente entregado a la integridad de su obra creadora, a la que por principio da la propia vida, entera, sin retaceos ni dobles intenciones, no tiene tiempo que perder en relaciones públicas, promoción, marketing o prensa.
De esa alta clase de artistas, capaces de seguir siendo ellos mismos en el tráfago de estos tiempos considerados posmodernos, tenemos hoy la alegría y el orgullo de convocar aquí a un auténtico ejemplo. Hace ya mucho que Alda Armagni ha dedicado su vida a una de las artes a la vez más pobres y más ricas: el grabado. Pobre porque los recursos del grabado fueron siempre, desde sus orígenes, de la más humilde grandeza: esos que tenían la rugosa inmediatez de lo viviente, de lo que se hace con las propias manos, y con los elementos más sencillos o más rústicos. Y rico, inmensamente rico, porque –precisamente– la enorme potencialidad de su fuerza expresiva, desde ese franciscano ascetismo de los medios lograba alcanzar, como debería haber seguido siendo siempre (y por supuesto no sólo en esta disciplina), la máxima irradiación y la máxima intensidad.
Alda Armagni es entonces, en su vida y en su obra, un ejemplo vivo de devoción y de logro, de realización y de entrega. Por eso hemos considerado que era, simplemente, hacer justicia (nada menos), aludirla en estas páginas.