Opinión

‘Mujeres españolas’, ensayo de Salvador de Madariaga

“Éste es un tono que España da de sí. La época de su esplendor fue de temple masculino. Colores oscuros; costumbres austeras. Mujeres encerradas. Ceño adusto a la que cayere; y contra ella, más severas aún las mujeres que los hombres. De su conducta dependerá el honor de los hombres de la familia”, escribe el insigne ensayista Salvador de Madariaga.
‘Mujeres españolas’, ensayo de Salvador de Madariaga

“Éste es un tono que España da de sí. La época de su esplendor fue de temple masculino. Colores oscuros; costumbres austeras. Mujeres encerradas. Ceño adusto a la que cayere; y contra ella, más severas aún las mujeres que los hombres. De su conducta dependerá el honor de los hombres de la familia”, escribe el insigne ensayista Salvador de Madariaga. Releemos ahora su obra Mujeres españolas, Editorial Espasa-Calpe, Colección Austral, Madrid, en su segunda edición, 1975. “Si mal no recuerdo, la primera mujer que alcanzó cátedra de profesora en una Universidad europea fue doña Emilia Pardo Bazán, que en la de Madrid enseñó literatura comparada a principios de siglo, creo que en 1916 –resalta, en sus reflexiones, el gallego cosmopolita que fue Madariaga–. Poco después, María de Maeztu iba a vindicar mi atrevido aserto sobre la igualdad académica de las mujeres en un famoso proceso contencioso contra un ministro de Instrucción Pública, que había decretado un real decreto denegando a las mujeres, por el mero hecho de serlo, el título de doctor”.
Tras la ‘Introducción’, nos encontramos con su primer capítulo titulado Melibea, en el cual nos recuerda la grandeza de la obra clásica castellana Tragicomedia de Calisto y Melibea, comúnmente conocida por La Celestina. He ahí una frase significativa, la más impregnada de Destino, en que Sempronio encarece a Celestina la fluidez de las cosas humanas y su solubilidad en esa agua de vivir que no es sino el Tiempo: “Granada es Granada”.
El segundo capítulo lo dedica a Catalina de Aragón, quien había crecido entre armas y caballos, y a los seis años había visto a Boabdil entregar a su padre las llaves de Granada. Catalina nació en Alcalá el 16 de diciembre de 1485, en el castillo del arzobispo de Toledo. Y el nombre de Catalina se lo impusieron porque la abuela de su madre era una Catalina de Lancáster, reina de Castilla, como mujer de Enrique III. “Su corazón –señala Madariaga– iba a servir de pergamino para que sobre él, con dagas que no con plumas, escribieran sus padres y sobrinos tratados de poder y ambición. El matrimonio de sus padres significó la unión de España, menos Portugal. Mas, unidos los reinos de Fernando e Isabel, no vencían ni aun igualaban en peso político el reino más fuerte y rico de Europa, que ya era Francia. Mientras tanto, su madre Isabel –apoyando a Cristóbal Colón– había desviado a España de su vocación natural, que era la europeización del África mediterránea.
Más adelante, evocamos a ‘Lady Smith’, la española. Durante 1812 Wellington comienza la contrainvasión de España por Portugal que, gracias a la guerra de guerrillas de nuestro pueblo, lo llevará a Vitoria y a la total expulsión de los franceses del territorio peninsular. A continuación, rememora a ‘La Malibrán’, la voz del ‘bel canto’. Si nos retrotraemos a 1813, el primer tenor de la Ópera Real de San Carlo en Nápoles era un español llamado Manuel García. El papel infantil fue representado por María Felicia, una hija del tenor, de seis años no cumplidos. De este modo entró el prodigio del canto dramático que hizo universal el nombre de ‘La Malibrán’. ¿Y cómo no evocar a Paulina García Viardot, la cantante exaltada por el poeta francés Alfred de Musset en 1840? En último término, Madariaga desarrolla sus juicios en torno a nuestra Rosalía de Castro: “Supo y pudo no perder nunca ni el equilibrio ni el rumbo, y llegó así a transfigurar su dolor en belleza inolvidable”.