Opinión

Unas gotas de lluvia

Llueve, pasan pájaros perdidos.

Hace unos instantes que la ciudad se va volviendo baldía; tras los visillos de una ventana hay miradas que recuerdan viajes y flores, un adiós caduco entre las páginas de un libro y un vestido desanudado.

En el bulevar, un niño sopla un barco de papel sobre una laguna entre dos calles –la esquina formada por la farmacia y el quiosco de frambuesa y panecillos suaves, muy tiernos– mientras otro, con piedrecillas, va levantando un puente de arcadas y farolas con palillos.

Hay una niña llorando por haber manchado de barro sus zapatitos de charol con hebillas de nácar, mientras un grupo de hormigas grandes, barnizadas de negro, van en hilera, una tras otra, como la propia vida cuando se la aguijonea, subiendo por un muro de cascajos donde una mano traviesa escribió: “¡Anabel, te amo!”.

El agua ha comenzado a borrar las palabras y ahora solamente se leen sílabas sueltas que no dicen nada, mientras un hombre borracho entre cal y canto, va gritando bajo las sempiternas gotas: “¡Viva la Revolución!”. Los niños se asustan y salen corriendo, mientras el puente de pequeños cantos de guijarros se cae y el frágil barco se hunde.

La lluvia continúa su ritmo como si la subsistencia no fuera con ella, y se ríe haciendo mohines a la bruma lánguida del mediodía, mientras el portugués venido de Madeira disgregado de otros aguaceros y encarados céfiros, vendedor de terminales de lotería, intenta convencer al pintor de azulinos lienzos, donde resalta un Simón Bolívar taciturno y un Santiago Mariño entre cardones margariteños, de comprar el guarismo 25 por el de la Lotería del Táchira, ya que contiene el sortilegio.

“¡Pido al anticristo me castigue si miento!”, dice proveedor con montaraces palabras.

Cruzo al lado de ellos escapando de las gruesas gotas, mientras la tarde desapacible comienza a expandir su impertinencia.

El bohemio dibujante no vende jamás un cuadro; su único deseo es hacer una exposición de telas infladas de patriotismo. Mira al lusitano y le requiere el 55: “Lo vi. clarito esta mañana en el sedimento del fondo de la taza de café”.

Voy rumiando pensamientos imbuidos en dudas, mientras retorno nuevamente a casa mirando como tantos otros días a los seres del bulevar, la mayoría de ellos menesterosos de solemnidad y casi descarnados, presintiendo que cada uno de ellos está moldeado de un sempiterno olvido.

Con el paso de los años hemos llegado a comprender que el abandono es uno de los grandes extravíos del aliento humano.

Las gotas continúan su irremediable caída con el perdurable paso del tiempo que nos marca. Gracias a esa lluvia tomamos un pedazo de papel y hemos rasgueado unas líneas. Con ellas se va un pedazo del tiempo que marcado ineludiblemente el ritmo de la existencia.

Al final nada trascendental, simplemente un retazo de supervivencia que tal vez únicamente nosotros llegaremos a estimar. Mientras eso sucede, el turbión sigue cayendo sin saber que se convierte y mohína en nuestra mirada.