Opinión

Surcos y cicatrices

Conversemos de ramalazos recónditos que dejan huellas. Repasando papeles, algunos con el amarillento del tiempo adherido, hallamos unas letras manoseadas escritas en momentos en que duele hasta la suave brisa de la tarde ida.
Coexisten cicatrices disparejas en los cuerpos de las mujeres: la esterilización, la de la cesárea, las causadas por la violencia doméstica, las provocadas por la mutilación genital y esa de la que ella no habla, pero está guarnecida, escondida, entre las ondulaciones de los senos donde quedó varado un amor como arpón ballenero traspasando la piel rasgada e hiriente.
Hay a este tenor suturas diferentes en los cuerpos de ellas, tantas como gotas de agua tienen unos ojos cegados cuando miran sin ver.
En ‘Beloved’, el libro de la norteamericana Toni Morrison, Premio Nobel de Literatura, el cuerpo de la protagonista –Sethe– es testimonio de los horrores que vivió durante la esclavitud. Su cuerpo es sufrimiento, desolación, igualmente resistencia. La sutura de su espalda, descrita como un árbol inmenso, es un testimonio espeluznante: no hay necesidad de papeles ni palabras escritas con tinta.
Dice la ensayista con profundo conocimiento de causa, mirándose al trasluz del alma en ese instante en que la sangre bombea con más fuerza su vereda entre las venas: “¿Quién de nosotras no tiene una cicatriz que nos recuerda algún momento de nuestras vidas?”.
Innegable: vuestras marcas –surcos vejatorios– son memorias que reviven y sienten, que graban historias –cuantiosas e inmensas– desafiando el papel y la misma tinta negra, perseverante, igual a saliva salida de padecimiento marchito cuajado.
Ansiaría en estas letras chicas deshilvanar cada una de las cicatrices de madre en una posguerra salitrada de abatimientos permanentes.
Su existencia fue una mixtura de amargura, leche cuajada en la boca, sal en los pechos y querencias dulcificadas prodigadas a su paso, como el segador esparce en la sementera el trigo, a puñados.
¿Y mis propios surcos? Aún son menudas heridas, poco profundas, roces de quimeras frustradas, anhelos hechos vapor, querencias escondidas, ternuras que no llegaron a cuajar en la mirada y, aún así, están ahí, envueltas en brisa cálida, esperando el momento exacto en que tendrán que enfrentarse por sí mismas a la existencia ya cada vez más vaporosa y débil.
Ese día, y no otro, comenzaré a contabilizar mis propias llagas al paso doliente del costalero, imprimiendo en ellas la subsistencia desvanecida e irremediablemente malgastada.
Uno escribe ya como si las palabras se fueran marchando al encuentro del terruño que le corresponde, entre la heredad de la piel y al vaho dulcificado del alma chica.