Opinión

Palabras del expatriado

Palabras del expatriado

La vista, en esa hora en que el sol se aletarga sobre el horizonte, era placentera. Una brisa ceñida en salitre movía las ramas del pino carrasco, en esta tierra de pinares y palmitos mediterráneos en La Albufera de la ciudad del Cid Campeador que aún seguía hilvanando romances sobre tierras ocres de la Castilla barbacana hasta llegar a incrustarlos en las murallas de Valencia.

Sobre aquellos senderos entre las dunas de El Saler, saltando sobre espesos juncales, nidos de ánades, patos y cercetas, de la laguna cerca, uno supo que las mujeres enternecidas renacen en los primeros días de marzo y desaparecen, igual a la baja niebla, a finales de agosto o la primera semana de septiembre.

¿Y adónde van?

Nadie lo supo en ningún tiempo, pero igual que los patos de la laguna y los almendros floridos, regresan cada año con el primer veranillo. Son los inexorables ciclos de amor, esas adelfas permanentemente cambiantes protegidas de Neptuno y escondidas en los pliegues cándidos de Minerva.

A eso jugábamos los jovenzuelos entonces. A ser hombres sin descanso ardientemente enamorados, con recelo de que todo fuera un sueño y se hiciera ceniza. Y el mar, presente, vigilante y cómplice de cada una de esas embestidas, nos miraba quietamente detrás de los cañales.

La poesía era por ese entonces, no un arte en el clásico valor de la palabra dulcificada, sino un ramalazo del alma, un hervir de la sangre, una forma de trasformar la saliva desde el fondo de las entrañas y amasar con ella palabras tan potentes como la luminiscencia y las noches recónditas cerradas en lluvia.  

Entremezclábamos gritos sin miedo –ese llegaría después y nos destrozaría a rasgaduras– probarnos a nosotros mismos entre venas con la furia desbocada de una catarata sin fin, mientras José Hierro, el poeta de nuestros desahogos, nos lo predijo: “No fue jamás mejor aquello. / Esto de ahora es doloroso; / pero el dolor nos hace hombres / y ya ninguno estamos solos. / Alto fue el precio que pagamos: / miseria y llanto en los ojos, / nuestros mejores años verdes / y nuestros sueños más hermosos”.

Tenía certeza, y, aun así, cuando lo supimos, ya era demasiado tarde. Habíamos subido al último tranvía de la tarde hacia Malvarrosa. Partía desde la ciudad de los naranjos y olor a azahar, y nos acercaba paulatinamente a la playa de las querencias furtivas. Allí nos dejaba frente a la inmensidad de ese lago que bañaba las costas de Capri, Creta y los desnudos arenales de Trípoli. 

En aquella carroza de hojalata y madera sobre rieles pintada de amarillo, nos sentíamos igual a peces entre las olas del mar Mediterráneo.

Tiempo después, en un amanecer tumbado en sus orillas, supimos de un océano y una tierra lejana envuelta en aventuras que nos llamaba. Nos levantamos, tomamos las alforjas y no descansamos hasta llegar a los acantilados de Macuto en una heredad venezolana crisol de luz sobre una raza de hombres y mujeres magnánimos como la luz de ese trópico caribeño.

Las palmeras y un cielo purismo nos esperaban. Igualmente, un horizonte color azabache se abrían al afecto y al arrumaco del espíritu.

Muchos más de media vida nos hincamos en aquel trópico. Y una vez de regreso y marcados de rugosidades nos sucedió como a todo expatriado: no supimos cuál de las dos orillas que nos marcaron era en verdad la nuestra. Aún seguimos sin saberlo.