Opinión

Memorias de Chacra El Olivo (Un lar en Santiago de Chile) La primera palabra (III)

Memorias de Chacra El Olivo (Un lar en Santiago de Chile) La primera palabra (III)

Galicia era una palabra extraña, llena de misterio en los días de la infancia… Un lugar remoto desde donde había venido mi padre, con su acento extranjero de sonoridades bonaerenses... En el salón de nuestra casa colgaba un enorme mapa de la Península Ibérica, enmarcado en madera y protegido por un cristal. A la izquierda, en el extremo superior que hacía vértice con el océano Atlántico y el mar Cantábrico, como una especie de bonete que le quedase estrecho a Portugal, se delineaba un territorio sinuoso, ornado de diminutas figuras que semejaban pinos; hacia la derecha, se desplegaba la inmensa España con su Madrid céntrico y mesetario, empinándose con porfía hacia el noreste, como si buscara acercarse a la esquiva Europa.

Mi primera asociación con esa palabra era la imagen de unos segadores que cargaban sus fardeles y herramientas, inclinados sobre la era, mientras regresaban a sus moradas de piedra… No sé de dónde nació en mí aquella visión peregrina; quizá de los versos de Rosalía que escuché a mi padre: “Casteláns, tratade ben aos galegos…”.

¿Esos gallegos, entonces, eran como mi padre? No me lo parecía, porque a él le veía llegar de su labor de oficinista contable, en la hora vespertina, vestido con traje atildado, de camisa blanca y corbata, con sombrero alón, luciendo su porte imponente… Y cuando trabajaba en el jardín o en la huerta, su rostro claro parecía disfrutar de un placer conocido. ¿Acaso los gallegos de allá no eran felices? ¿Por qué se marchaban a América, si después iban a vivir añorando su tierra?

Todavía Castelao no me revelaba los alcances seculares de la tragedia de la emigración, disfrazada tras los gestos ampulosos de una minoría que se transformaba en estereotipo de un triunfo económico tan incierto como minoritario, aunque encontráramos, tras ella, valores más perdurables y aun gozosos.

La palabra Galicia adquiría otras connotaciones cuando la escuchaba en boca de la abuela Elena o de las tres tías gallegas. Se dulcificaba, se impregnaba de nostalgia, de una sensación turbadora y contradictoria, que yo sólo iba a comprender cuando descifrara la palabra “morriña”, mucho más tarde, en el instante en que Galicia se abriera para mí como abanico interminable de incitaciones y asombros, a partir de la prosodia de su lengua que yo comenzaba a desgranar, sobre la rústica mesa de mis conocimientos: alimento incomparable de sus sílabas e inflexiones secretas.

Esta palabra era y sigue siendo una fuente de la que iban a surgir regueros de un amor perdurable, a medida que me acercaba a sus formas esenciales.