Opinión

¡Gloria eterna para don Obdulio!

¡Gloria eterna para don Obdulio!

No teníamos que ganar. El equipo de Brasil era mucho mejor que el nuestro pero hay veces en que la actitud es lo que más cuenta. Eramos un grupo desanimado con unos dirigentes que no confiaban en nosotros y que fueron a Río de Janeiro en mala relación con los jugadores. Eran tiempos en los que al ponerte la camiseta de un cuadro de Primera te convertías en una persona conocida o medio conocida. Esto te permitía pedirle a los políticos colorados de la “15” que te hiciesen un lugarcito en el municipio para así poderte jubilar ya que la guita que se movía en el fútbol no iba al bolsillo del jugador al que arreglaban con un asado y un apretón de manos. Cuando terminó el partido me acordé de mis ancestros africanos que según me contaron fueron propiedad de una familia gallega de Montevideo. Es evidente que mis dos apellidos, Muiños y Varela, son originarios de la verde tierra atlántica de Rosalía de Castro. En la selección había un hijo de gallegos, un gaita auténtico, era el bueno de Óscar Omar Míguez Antón. Las vueltas de la vida hicieron que mi sangre africana me moviese las gambas con una cierta destreza para darle acertadas patadas a la pelota. Si el traslado forzoso de mis antecesores hubiese sido para recoger algodón en el sur de Estados Unidos, es casi seguro que sería músico de blues o de jazz.  Doña Juana, que en paz descansa, diría que fue el destino el que me hizo campeón del mundo en Maracaná. Supongo que la vieja querida tiene razón. Es increíble, che, un diarero del barrio de La Teja que no pudo terminar la escuela hizo callar a 200.000 mil apasionadas gargantas al ver el pase que le metía a Alcides. Bueno, la verdad es que fue antes, en el primer tiempo, cuando enmudecí al gigantesco estadio. Se me ocurrió meter la pelota debajo del brazo y protestar el gol por orsai. Esos minutos nos permitieron respirar. Creo sinceramente que mi actitud ayudó a tranquilizar a mis compañeros que pudieron sacarse el agarrotamiento y empezar a jugar con soltura como cuando eramos botijas en la canchita del barrio.   

 

     Aunque pasaron 70 años desde que tuvo lugar la celebración del campeonato mundial de fútbol en Río de Janeiro –que fue la capital de Brasil hasta 1960– permanece nítida en millones de personas de todo el mundo la imagen de un estadio de Maracanácon 200.000 gargantas, gritando fuerte: ¡Brasil! ¡Brasil! ¡Brasil! Aquella final del 16 de julio de 1950 es una gesta deportiva de carácter absolutamente extraordinario ya que contra todo pronóstico la copa fue entregada por Jules Rimet al capitán de la selección uruguaya, Obdulio Jacinto Muiños Varela. 

     El entrenador, Juan López Fontana (en Uruguay se le llama director técnico, D.T.), no pensaba en ganar el partido, pero tuvo la decencia de no apostar en contra de Uruguay como sí hicieron los dirigentes a voz expresando su conformidad con un resultado a favor de Brasil de no más de cuatro goles. Antes de salir a la cancha, en el vestuario, el entrenador comentó con los jugadores que era necesario evitar una goleada y jugar a la defensiva. Al quedarse solos los jugadores fue cuando el ‘Negro Jefe’ se rebeló en contra del pesimismo y dijo: “Juancito es un buen hombre pero ahora se equivoca. Si jugamos a defendernos, nos sucederá lo mismo que a Suecia o España”. Unos minutos antes de que el árbitro inglés George Reader pite el comienzo es cuando el gran capitán expresa su famosa arenga sobre la posibilidad de ganarle a Brasil. Son palabras que debemos de repetir cuando sentimos abatimiento por los reveses de la vida: No piensen en toda esa gente. No miren para arriba. El partido se juega abajo y los de afuera son de palo. En el campo seremos once contra once y el partido se gana con los huevos en la punta de los botines.

     Me interesa destacar la diferencia de población que había entre el país anfitrión (53.974.727) y la República Oriental del Uruguay (2.238.501) para tratar de entender la tragedia que supuso la inesperada, inexplicable e imprevista derrota. Estoy pensando en la expresión facial de medio millón de ciudadanos que se deshicieron a toda prisa de su recién comprada blanca camiseta (la equipación oficial brasileña era de color blanco con ribetes en azul), que había sido estampada para la ocasión con el texto de “Brasil Campeão 1950”. Esta tristeza fue compartida por don Obdulio, solamente su madre le llamaba Jacinto, que fuerealmente quien ganó el partido con su honrada fuerza emocional. 

     Es cierto que los goles fueron de Schiaffino y de Ghiggia pero sin el noble corazón del ‘Negro Jefe’ no se hubiese ganado la final. Debo mencionar que el mal ambiente que reinaba entre dirigentes y jugadores era debido a una larga huelga de jugadores del fútbol profesional uruguayo que fue liderada por don Obdulio. La protesta era justa. Se reclamaban legítimos derechos socio-laborales pero en la dirigencia eran casi todos unos experimentados coimeros que no querían perder ingresos.

            La gran fiesta para el final del partido (la banda de música preparó el estreno de una marcha triunfal titulada BrasilCampeãopero como no se contaba con el triunfo “celeste” no tenían la partitura del himno uruguayo) se convirtió en el funeral más multitudinario del mundo. El presidente de la FIFA, el francés Jules Rimet, llevaba escrito su discurso, en portugués, para la ceremonia de entrega del trofeo al equipo que se suponía sería el campeón del mundo. Unos años después del partido (Rimet fue presidente de la FIFA desde 1921 hasta 1954) recordaba aquella inusual final del Maracaná: Todo estaba previsto, excepto el triunfo de Uruguay. Al término del partido, yo debía entregar la copa al capitán del equipo campeón. Una vistosa guardia de honor se formaría desde el túnel hasta el centro del campo de juego, donde estaría esperándome el capitán del equipo vencedor (naturalmente Brasil). Preparé mi discurso y me fui a los vestuarios pocos minutos antes de terminar el partido (estaban empatando uno a uno y el empate dictaminaba campeón al equipo local) pero cuando caminaba por los pasillos, de repente, se interrumpió el griterío infernal. A la salida del túnel, un silencio desolador dominaba el estadio. Ni guardia de honor, ni himno nacional, ni discurso, ni entrega solemne. Me encontré solo, con la copa en mis brazos y sin saber qué hacer. En el tumulto, terminé por descubrir al capitán uruguayo, Obdulio Varela, y casi a escondidas le entregué la estatuilla de oro, estrechándole la mano y me retiré sin poder decirle una sola palabra de felicitación para su equipo. ¡GLORIA ETERNA PARA DON OBDULIO!