Opinión

Crónica de Michigan IV: Diego Rivera en Detroit

Crónica de Michigan IV: Diego Rivera en Detroit

Es un mediodía cálido y húmedo de junio. Caminamos desde la costanera del río hacia el centro de la ciudad de Detroit. Extraños monumentos parecen salirnos al paso; entre ellos, el largo brazo de hierro negro, colgado de cadenas en el armazón que lo sostiene, rematando en un puño cerrado, oculto en el guante de box. Es el homenaje, aparatoso y de dudosa estética, que la ciudad ofrece al ‘Bombardero de Detroit’, uno de los mejores pugilistas de peso completo de todos los tiempos: Joe Louis, cuyo impresionante récord de permanencia como campeón del mundo, durante poco menos de doce años –1937 a 1949–, nadie más ha logrado alcanzar… Le pido a Marisol que me fotografíe con el guante sobre mi cabeza.

Y entonces la memoria me remonta de nuevo a los días de la infancia y la adolescencia, cuando nos instruíamos acerca de los deportes, con mi buen hermano Toño, mediante la revista semanal ‘Estadio’, sobre todo en el fútbol y el atletismo, pero a mí me atraía también el boxeo, que practiqué como aficionado de peso welter, sin mayores éxitos… Hace ochenta años, Joe Louis sufrió un inesperado revés ante el peleador alemán Max Schmeling, en el Yankee Stadium de Nueva York, por nocaut en el duodécimo asalto. Para Hitler y los suyos, era el triunfo de la raza aria sobre una etnia inferior. Dos años más tarde, el teutón le concede la revancha; Louis lo noquea en el primer round y le quiebra dos costillas. Schmeling desaparece de los cuadriláteros, pero Alemania ensaya ahora los puños de acero de la blietzkrieg sobre el rostro de la aterrorizada Europa.

No hemos venido aquí por Joe Louis, sino por Diego Rivera y su famoso mural, en el Museo de Bellas Artes de Detroit, entre otros cuadros y piezas de arte que se exhiben en sus múltiples salas, pero la escritura de las crónicas discurre así, entre variadas imágenes e incitaciones que agitan el pozo de la memoria… No puedo evitar una cierta dispersión ansiosa.

Steve y Nancy están orgullosos de mostrarnos una de las joyas del arte de Detroit, el gigantesco mural que pintara, en 1932, el artista mexicano Diego Rivera, a instancias de la Sociedad de Fundadores del Instituto de Artes de Detroit, en cuyo directorio figuraban prominentes empresarios estadounidenses, dispuestos a crear lazos de cooperación entre el gran capital y las manifestaciones del entonces llamado “arte social”, cuyos connotados exponentes eran, sin duda, los grandes muralistas mexicanos; entre ellos, el más célebre, Diego de Rivera, junto a David Alfaro Siqueiros y a Clemente Orozco… Le acompañó, durante esos largos meses de trabajo, su esposa, Frida Kalho; les vemos besándose, en una fotografía blanco y negro. El patrocinio de la obra monumental corrió por cuenta de Edsel Ford, diseñador industrial y presidente de la empresa que había fundado su padre, el célebre Henry Ford.

A veces el empresariado muestra actitudes positivas frente a la creación artística, aunque ésta denuncie las condiciones de expoliación del sistema que les hace ricos. Esto se cumple en la obra que tenemos a la vista y en la intencionalidad de sus patrocinadores. En este sentido, aun a riesgo de herir susceptibilidades, cabe reconocer el espíritu libertario de quienes han hecho posibles la materialización del mural y su puesta en escena, en un museo público, durante más de ochenta años, superando épocas críticas de acoso y delación, de implacable “caza de brujas”, como fuera el periodo del macartismo, entre los años 1950 y 1956. Edsel Ford recibió presiones de parte de muchos republicanos, y aun de algunos demócratas de “cabeza caliente”, para que el mural fuese retirado del museo, a lo que jamás accedió.

Diego Rivera, quizá imbuido de los principios del “realismo socialista”, entrevió la oportunidad de articular una obra gigantesca de educación social, que permitiera crear conciencia entre los trabajadores y los burgueses progresistas, respecto de las condiciones laborales y de relación de poderes que se gestaban en la pujante industria automotriz, con la esperanza de que algún día este conocimiento del tejido social y sus estructuras les condujera al control de los medios de producción, como parte del anhelo ideológico del socialismo. Él había sido expulsado del Partido Comunista de México, meses antes de iniciar la gran obra pictórica, “a causa de su tibia postura ante la represión desatada por el gobierno mexicano en contra de los movimientos campesinos y de la intelectualidad comprometida con la revolución”.

En declaraciones a una prestigiosa revista de arte de Baltimore, Diego Rivera explicaba las motivaciones anímicas de aquella obra:

Como no podía recibir municiones del Partido, ya que el Partido me había expulsado y como tampoco podía yo adquirirlas mediante mis fondos personales porque no los tengo, los tomé y los seguiré tomando, como debe de hacerlo un guerrillero, del enemigo. Por lo tanto, tomo las municiones de manos de la burguesía. Mis municiones son las paredes, los colores y el dinero necesario para alimentarme y para poder seguir mi trabajo. En las paredes de la burguesía, la pintura no siempre puede tener un aspecto de lucha como la hubiera tenido en las paredes de, digamos, una escuela revolucionaria. El guerrillero a veces puede descarrilar un tren, a veces puede volar un puente, pero a veces solamente puede cortar unos cuantos alambres telegráficos. Cada vez hace lo que puede. Ya sea importante o insignificante, su acción siempre está dentro de la línea revolucionaria… Fue en calidad de guerrillero como yo vine a los Estados Unidos.

Este curioso guerrillero, de vida en extremo burguesa y licenciosa, si nos atenemos a sus profusos antecedentes biográficos y al testimonio de la propia Frida Kalho –extraordinaria artista opacada por la voluminosa sombra de su marido–, fue capaz de crear esta maravillosa obra que procuramos observar en su conjunto y en sus detalles significativos, pese a que para una contemplación acabada requeriríamos muchas horas de análisis y quizá largas visitas a la sala del museo. Pero nos ayudan las explicaciones de una avezada guía, y a mí la traducción instantánea que Marisol hace del rápido inglés de la funcionaria, desgranado en un ritmo vertiginoso de quien se sabe el libreto de memoria… Además, hay a mano folletos y libros de diferentes autores, porque la interpretación, como la hermenéutica, puede resultar infinita.

En cuanto a que el arte sirva de sostén a la conciencia proletaria, me declaro escéptico, aun cuando me califiquen de “aburguesado”. Los numerosos ejemplos históricos así parecen confirmarlo. Por otra parte, citando a Albert Camus, creo que “el arte y el poder –sea político o económico o social– transcurren por carriles paralelos, y cuando llegan a confluir, siempre es en desmedro del arte”.

Pero no he venido a Detroit a teorizar –excúsame, amigo lector– sino a conocer, en la medida de lo posible, esta obra extraordinaria, en la que aprecio un anhelo totalizador del artista para dar cuenta de sus presupuestos estéticos e ideológicos, a través de múltiples imágenes que guardan estrecha relación entre sí, desde el simbolismo de un mundo prehispánico, anterior a la conquista europea, y su choque colosal contra la acción avasalladora del capitalismo, que transforma a los seres humanos en engranajes anónimos del sistema; es lo que parecen decirnos estas figuras sin rostro, atadas al ritmo enloquecedor de las máquinas, virtuales monstruos que semejan poseer ojos y fauces amenazadoras. Sin embargo, quedan patente las dos visiones del artista: la plasmación de la energía positiva que el trabajo industrial lleva en sí, como elemento de progreso humano ligado a la ciencia y a la tecnología, según el prisma del socialismo en boga; como contraparte, la deshumanizada propuesta del capitalismo, en beneficio de la minoría explotadora. Ambas posturas preveían entonces semejantes opciones y disponibilidades inacabables en el proceso productivo, pues aún no se vislumbraba la severa crisis que hoy padece el planeta, con el agotamiento de recursos y la catástrofe ambiental.

-Mira eso –me dice de súbito Marisol, y me saca de estas reflexiones pesimistas.

Es la imagen de la natividad asistida o manipulada por científicos de delantal blanco, la que fue considerada por los críticos ultramontanos de su tiempo como “visión sacrílega” de la especie humana, propósito de instaurar una suerte de religión tecnológica, a todo trance, sustituyendo a la supuesta divinidad amorosa, que hizo surgir la vida en el planeta, por la ciencia aplicada según parámetros de eficiencia genética… No puedo evitar preguntarme: ¿qué dirían hoy estos críticos ante la realidad que padecemos, globalizada y, al parecer, sin vuelta atrás?

Hace una década, en medio de la más grave crisis de la industria automotriz estadounidense, se alzaron voces que proponían paliar en parte la debacle, vendiendo en subasta pública el irrepetible mural de Diego Rivera. El espíritu mercantil volvía a considerar una obra magnífica como objeto de transacciones pedestres. Por fortuna, el despropósito no se llevó a cabo.

Tras las últimas palabras de la esmirriada guía, seguimos con nuestra visita al museo. Imbuido por los parajes boscosos de Michigan y por las Historias de Nick Adams, me detengo en larga contemplación ante un enorme lienzo que me cautiva. Es el ‘Indian Summer’ (Verano Indio), del pintor Jasper Francis Cropsey (1823-1900)… Hay algo en el cuadro, la combinación de la luz, la nostalgia de un pasado desaparecido o en sus últimos vestigios crepusculares…

Después de todo, quizá mi actitud no sea otra cosa que un tardío arrebato de sentimentalismo burgués, pero disfruto las calles y los paisajes de esta urbe que mira la silueta difusa del inmenso Canadá, como un viajero que quisiera detener el tiempo o volverlo moroso en los detalles de ese mural que nunca terminaremos de pintar. Detroit es una bella ciudad que ha resurgido, una y otra vez, de las sucesivas crisis del capitalismo. Sus habitantes son amables, casi transparentes, como el agua de su caudaloso río que fluye, impertérrito, hacia la inmensa tela azulada del lago Huron.