Opinión

Compañero de viaje

En la mesita de noche conservo dos obras de Joseph Roth. Son excepcionales camaradas del insomnio, de igual forma un acompañante de años: ‘Memorias de Adriano’.
Faltaban unas horas hacia el alba cuando fui despertado a razón del sonido de cláxones y gritos salidos del bar de la vereda donde los huidizos del amor han construido su nido ardiente de alcohol y risas.
A los hombres de nuestra generación, erigidos de polvo y desasosiego, los de la posguerra, el estraperlo y los caminos de la emigración, Roth era el personaje contador de historias en las que nos apoyábamos, al ser este europeo nacido en Galitza de padre austriaco y madre rusa –con Jorge Luis Borges– el narrador de las más fascinantes historias de la literatura occidental del siglo pasado.
‘Job’ es un relato preñado de clímax desde la primera sílaba a la última. Su comienzo siempre nos ha parecido sorprendente. En esas páginas cuenta una historia de la misma forma en que lo pudiera haber hecho el viejo abuelo al calor de la lumbre, en una de esas interminables obscuridades del invierno moscovita. Comienza así:
“Hace muchos años vivía en Zuchnow un hombre llamado Mandel Singer. Era piadoso, temeroso de Dios y muy sencillo: un judío común, corriente, que ejercía la modesta profesión de maestro. En su casa, que se reducía toda ella a una amplia cocina, enseñaba la Biblia a un grupo de niños. Lo hacía con verdadero celo, pero sin notables resultados. Antes que él, miles de hombres habían vivido y enseñado de la misma manera”.
Evoco ahora en esta cuartilla la expresión de cierto amigo un día en Viena estando de paso hacia Belgrado. El compañero de viaje, profesor de literatura europea del siglo XX en la universidad de Timisoara, Rumania, era un incondicional de Roth.
A él le parecía extraño que el autor no estuviera en la primera lista de los libros de intelectuales judíos que conmovieron al mundo, y con una sapiencia admirable nos recordó: ‘El hombrecillo de los gansos’, de Jacob Wassermann, ‘Veinticuatro horas en la vida de una mujer’, las sensibles páginas de Stefan Zweig; ‘La muerte de un viajante’, del enamoradizo Arthur Miller cuya muerte me ha taladrado tanto como la de Susan Sontag; ‘Oscuridad al mediodía’, el relato de las injusticias de Arthur Koestier y tan admirables como el ‘Diario de Anna Frank’ o ‘El esclavo’, de Isaac Bashevis Singer.
En el aire hay otras sensaciones vivenciales.
Cuando un texto nos aproxima a las pasiones humanas, sus recovecos, dudas, miedos, nos va desglosando el sentido de la experiencia personal, un estremecimiento interior que deleita el espíritu y fortalece la sinuosidad de la vida.