Opinión

Cocina Gallega: Sociedades sin identidad

Sociedades sin identidad, e individuos sin raíces, suele ser el resultado inevitable del deterioro cultural en la posmodernidad. Es un hecho que en la civilización tecnológica en que vivimos inmersos, existe una grave crisis espiritual, una ausencia de propósitos, de pasado y futuro; aunque siempre habrá mujeres y hombres dispuestos a no perder su esencia más humana, de aferrarse a las raíces que por generaciones nos unieron naturalmente a la Tierra.

Cocina Gallega: Sociedades sin identidad

Sociedades sin identidad, e individuos sin raíces, suele ser el resultado inevitable del deterioro cultural en la posmodernidad. Es un hecho que en la civilización tecnológica en que vivimos inmersos, existe una grave crisis espiritual, una ausencia de propósitos, de pasado y futuro; aunque siempre habrá mujeres y hombres dispuestos a no perder su esencia más humana, de aferrarse a las raíces que por generaciones nos unieron naturalmente a la Tierra. Pero, quién más, quién menos, advierte que la seductora tecnología, los dispositivos móviles, las redes que diluyen las fronteras de la intimidad, nos dejan, paradójicamente,  solos, aislados unos de otros, sin identidad, sin raíces, sin lenguaje propio, ni música, ni patrimonio cultural, ni espejos donde reconocernos. Esta realidad, que es parte de un ciclo de apogeo y decadencia que muchos vieron como natural en todas las épocas, junto a otras ideas apocalípticas que parecen difíciles de soslayar en medio de una pandemia como la que nos toca sufrir, también se puede estudiar, para no reeditar errores, buscando las migas de pan esparcidas en el camino de la Historia, analizando la comida y la gastronomía de cada época y nación.

Aquí, y ahora, se impone una pregunta, en apariencia demasiado inocente: ¿A qué conclusiones arribarán, dentro de 200 años o más, los arqueólogos que analicen la dieta global, industrial, que prevalece entre nosotros? Sin duda, si todavía tienen a mano ejemplos mucho más antiguos, quedarán perplejos, o comprenderán su propio presente, que algunos predicen totalmente deshumanizado. Si husmean  con curiosidad científica en los albores del 1500 verán los cambios  en la gastronomía que produjeron los nuevos alimentos del continente recién descubierto, y la llegada desde Europa de otros.  Pero si siguen viajando en el tiempo, llegarán a la Roma Imperial, donde productos llegados de todas partes del mundo conocido sorprenden, y permite que surja una cocina basada en la universalidad de los productos, propia de una clase privilegiada, rica, extravagante y derrochona. El emperador Heliógábalo, símbolo de la decadencia del imperio, por dar un ejemplo entre miles, ordenó un banquete con más de mil lenguas de flamenco rosas. Fue una época de banquetes con platos repelentes, espectáculos obscenos, y rica vajilla. En ‘Ascenso y caída de las grandes potencias’ (1998), Paul Kennedy afirmaba que los EE UU enfrentaban el mismo destino del Imperio Británico a fines del siglo XIX: su decadencia como potencia mundial; y acuña la frase de origen alimenticio “obesidad imperial” para explicar los motivos del derrumbe. Viene a cuento, porque Kennedy compara a Washington DC con la Roma Imperial, y la Londres del siglo XIX, congestionadas y arrogantes capitales de imperios decadentes gobernados por “elites abusadoras y recalcitrantes”. No menciona, aunque podría por los mismos motivos, a Madrid, metrópoli del ‘Imperio donde no se ponía el sol’ que se derrumbó como un castillo de naipes. Jean-Jacques Rousseau, cuyas ideas inspiraron a los precursores de las independencias americanas, escribió: “Todo degenera en manos de los hombres”. Y años después, Nietzsche afirmaba que “hay un elemento de decadencia en todo aquello que caracteriza al hombre”. A la caída, o implosión, de Roma, le siguió el Imperio Bizantino. Los historiadores indican el 11 de mayo del 330 como inició del mismo, coincidiendo con la fundación de Constantinopla por el emperador Constantino. Durante el concilio de Nicea, 5 años antes, este emperador cristiano sorprendió a los 318 obispos con un banquete tan pantagruélico que el teólogo Eusebio de Cesarea escribió que las mesas daban una idea de los placeres reservados a los elegidos del Paraíso (que nadie espera que en el Cielo prometido haya una mesa frugal). En el ‘Libro de las ceremonias’ de Constantino Porfirogéneto (siglo X) se reglamenta las reglas de etiqueta, complejas y casi litúrgicas, de la comida bizantina. Se dice que en las cocinas del palacio, abiertas las 24 horas, trabajaban no menos de 1.200 cocineros, dirigidos por varios Maestros mayores.

En fin, la crisis de identidad colectiva también se representa en la mesa, y el arqueólogo del futuro mencionado más arriba no podrá identificar a los pueblos que estudie por su comida, si encuentra restos de hamburguesas y salchichas por doquier. Marco Aurelio, llamado el emperador filósofo, escribió: “Reflexiona con cuánta celeridad, en esta vida, las cosas de hoy son sepultadas bajo las del mañana, así como una capa de arena arremolinada es rápidamente cubierta por la de mañana”. Lo menciono para que el indulgente lector sepa disculpar mis propios divagues ‘filosóficos’ entre ollas y sartenes, teniendo en cuenta que, en esta orilla del Rio de la Plata, apenas puse el pie fuera de casa tres veces desde el 19 de marzo pasado, y reflexioné más que de costumbre sobre lo efímero de todas las cosas. ¿Hay algo más efímero que el arte culinario, esencia sin embargo de la humana gente?

Huevos escalfados          

Ingredientes: 8 huevos grandes, agua, vinagre, sal.

Preparación: Poner una sartén grande al fuego con dos tazas de agua, sal a gusto, y una cucharada de vinagre, hasta ebullición. Bajamos el fuego, y con cuidado, acercándonos al agua, vamos abriendo los huevos y echándolos al agua. Con una cuchara vamos echando agua caliente sobre las yemas hasta que cuajen. Cuando estén en el punto deseado,  sacamos cada huevo con una espumadera y servimos dos por plato.