Opinión

Bienhechora siesta

Todos los días –si una causa mayor no lo impide– duermo la siesta. Al mediodía el reloj biológico se para en cierta forma, dejo el mundo bullicioso y atareado y me introduzco dentro de un sopor relajante. Durante ese tiempo, el cielo bienhechor y la existencia misma pueden esperar.

Siempre he sabido por una extraña intuición natural los beneficios de ese ejercicio relajante; ahora bien, parece ser que sobre el tema quedan algunos puntos merecedores de ser aclarados. 

Manfrend Walzl, neurólogo austriaco –leemos hace unos días– puso en marcha un estudio con el que pretende demostrar cómo la siesta aumenta la productividad laboral.

Algunas empresas japonesas y europeas ya permiten a sus empleados disfrutar de una hora de descanso tras el almuerzo, aunque la mayoría son reacias a implantar esa beneficiosa práctica.

Ante el agotamiento producido al mediodía, la gente consume café u otro tipo de estimulante para “mantenerse despierto”. Para los especialistas eso no sirve. El cansancio no se puede combatir con otra cosa que no sea dormir. Lo demás es un error.

La siesta es un relajante pasmoso y único. Somos sesteros de profesión. Siempre hemos creído que ésta es una de las acciones humanas más acordes con el descanso físico y hasta espiritual. Camilo José Cela lo expresaba rotundamente: “La siesta es el yoga ibérico”. Y el físico Albert Einstein remataba: “Las siestas son recomendables para refrescar la mente y ser más creativos”.

Esto lo avalan algunas conclusiones de la Universidad de Harvard. Allí se experimentó con dos grupos de personas. Uno de ellos se levantó, después de 90 minutos descansando, más lozano y vital, mientras el otro equipo, al que se le impidió dormir, demostró menor capacidad para recordar ciertos sucesos cotidianos acontecidos durante la jornada.

La siesta ha sido ensalzada, cantada, admirada y reconocida en todo el orbe civilizado. “Soy capaz de dormir como un insecto en un barril de morfina a la luz del día”, dijo el inventor Thomas Edison.

Andrés Trapiello, el destacado y admirado escritor nacido en tierras de León, afirmaba hace un tiempo causa: “¡Qué maravillosas son las siestas del verano extremeño! Afuera atronan las cigarras con su chatarra destemplada. Dentro, alguna piadosa carcoma nos recuerda la fragilidad del tiempo y de la vida. En algún rincón sombrío la araña común teje en su idioma la vida retirada. No se oye a los niños. Los demás dormitan en los sofás, en los dormitorios con las puertas entornadas. Reina un silencio de infancia”.  

Winston Churchill, el gran primer ministro inglés durante la II Guerra Mundial, fue más claro y en ello va nuestro norte más ferviente a la hora del descanso: “Hay que dormir en algún momento entre el almuerzo y la cena, y hay que hacerlo a pierna suelta: quitándose la ropa y tumbándose en la cama. Es lo que yo siempre hago. Es de ingenuos pensar que porque uno duerme durante el día trabaja menos. Después de la siesta, se rinde mucho más. Es como disfrutar de dos días en uno, o al menos de un día y medio”.

Debemos realizar con pasión las tareas de la mañana, y así, al comenzar la tarde, cumplir con el venerable rito. Una hora de horizontalidad al día mejora la memoria y nos limpia de pesares.

Los humanos estamos biológicamente preparados para ello, y, además, lo digo y lo recalco por bendita experiencia: la siesta es en sí misma una pura delicia.