Carta a Fernando Amarelo de Castro (15 de julio de 2009)

Carta a Fernando Amarelo de Castro (15 de julio de 2009)

Amigo, fue al promediar el año 1991 ó 1992 –no lo recuerdo bien– cuando viniste por vez primera a Chile. La Corporación Lar Gallego –presidida entonces por Severo Marino–, en conjunto con la Secretaría Xeral de Emigración, organizó una cena de gala, en los salones del Círculo Español de Santiago, para homenajear a la delegación presidida por Manuel Fraga Iribarne. Asistieron altos representantes del cuerpo diplomático de la Embajada de España, el presidente del CRE, gallego de pro, Germán Vidal Pereira, algunos políticos chilenos, vinculados a nuestra colectividad y al Partido Popular.

Me llamó la atención tu afabilidad y buena disposición hacia las tareas culturales sistemáticas, que iniciamos en 1983, dos años antes de nuestra participación en el Congreso ‘Rosalía de Castro e o seu Tempo’... No hablabas de “galleguismo” sino de “galleguidad”, y te discutí los alcances de ambos conceptos, porque yo tenía muy presente, a través de mi padre, a Castelao… Aparte de tu habilidad dialéctica, resaltaba tu voluntad de diálogo fraterno, cosa que hemos venido echando en falta, durante los cuatro últimos años, en contactos con funcionarios de la Xunta, especialmente con los de Política Lingüística, que truncaron el presupuesto del Centro de Estudos Galegos de Chile, con los pretextos estadísticos de una ramplona “burocracia ilustrada”, ajena a los afanes e inquietudes de los hijos de la diáspora.

Fuiste criticado, en tu labor específica de enlace con las comunidades gallegas, por opositores de dentro y fuera de Galicia. Se te acusaba de “caciquismo” en el desempeño de tu cargo frente a la emigración, de “repartir más gaitas que libros”, como alguien escribiera, socarronamente, por aquel entonces. Lo del agasajo de las gaitas era verdad (mi hijo, hoy gaiteiro eximio, recibió la primera de tus manos); lo de los libros es mentira electorera, porque me consta que promoviste interesantes ediciones, sobre todo orientadas a difundir a creadores e investigadores de la diáspora (que los hay, aunque San Caetano Pragmático haya querido preterirlos en bien de orzamentos oportunistas y/o politiqueros)… Publiqué, bajo los auspicios de Emigración, mi ensayo ‘Galicia y Chiloé, Confines Míticos’, estudio de los imaginarios populares de la Galicia atlántica y de la Nueva Galicia del extremo sur; y mi novela histórica ‘Memorial del Último Reino’, testimonio vivo y documental de los dos primeros gallegos avecindados en estas comarcas del austro: Rodrigo de Quiroga y Camba, lucense, y Pedro Mariño de Lobera, pontevedrés. (La calidad de tales trabajos sirva de paliativo a mi prurito auto-referente).

Te engaiolaste de Chile, amigo Fernando, y de sus gentes cordiales y abiertas; te sentías muy a gusto entre nosotros. Supiste, desde el primer momento, que yo no era uno “de los tuyos”, en sentido ideológico y político, y sabías que jamás llegaría a serlo, porque hay principios de hondo arraigo y de fidelidad a la herencia histórico-cultural de los ancestros, que no se transan en los despachos ni en el más encendido de los condumios. No obstante, nuestra colaboración fue fluida y permanente, porque entendías –lo que no entienden los burócratas a la violeta– que hay valores más antiguos que ciertas clasificaciones al uso de oportunistas del poder, y que Galicia será capaz de sobrevivir a las torpezas y exacciones de tirios y troyanos, porque la voz del fuego seguirá hablándonos por boca de la Abuela, en el ágora secreta de la lareira. 

A fines de marzo de 1998, viajamos contigo a Chiloé. Era un grupo de cincuenta gallegos de Valparaíso y Santiago. Nuestra misión era entregar a la iglesia de Santiago de Castro, capital de la Nueva Galicia, fundada en 1567 por Martín Ruiz de Gamboa, una efigie del Apóstol Santiago, tallada por artesanos gallegos. Cumplimos la tarea, ante una muchedumbre de cuatro mil personas, en la plaza mayor de Castro. Recibiste el sencillo homenaje de los chilotes, gentes que llevan con orgullo los galaicos apellidos Bahamonde, Varela, Andrade, Soto, Sotomayor, que presumen de su vieja hispanidad y que llaman “gallegos” a todos los habitantes de las Españas.

Cuando clareaba el alba del 29 de marzo, desayunamos en una terraza de madera, sobre las colinas que miran la ría de Castro. Me dijiste, con tu voz pastosa y profunda: –“Moure, yo creí que estas similitudes entre Galicia y Chiloé eran otro de tus efluvios literarios, pero ahora me doy cuenta que te quedaste corto; esto es contemplar, oler y sentir nuestra propia tierra, aquí, en el otro finisterre del mundo…”.

En abril de aquel año, viajé a Compostela para articular el convenio de colaboración recíproca –firmado el 29 de julio de 1998– que lleva el nombre de ‘Programa de Estudos Galegos’, entre la Consellería de Educación y Ordenación Universitaria (amigos Celso Currás y Manuel Regueiro) y la Universidad de Santiago de Chile. Volvimos a reunirnos, a compartir los galanos de la amistad. Me pediste que escribiera biografías de los primeros gallegos afincados en Chile… Luego me dirías que no era una novela poética lo solicitado, sino un par de escuetas monografías históricas. Te retruqué lo del valor poético por sobre las rigurosidades documentales…

El año 2000, día 14 de junio, la Universidad de Santiago de Chile otorgó a Manuel Fraga Iribarne el ‘doctor honoris causae’ por sus aportes a la difusión de la cultura gallega y a los intercambios recíprocos en el ámbito de la academia. Fraga dio un entusiasta espaldarazo a nuestro centro de estudios gallegos (tú estabas detrás de sus palabras)… Fue un día de intensa e inusual lluvia en la capital de este reino. Se comentaba que los gallegos habían traído consigo las inclementes treboadas… Por la noche, mientras los huéspedes atlánticos descansaban en el hotel, se desató un fuerte sismo. Eran las tres de la madrugada y hubo que abrir el bar para que los conspicuos gallegos se repusieran del pánico…

La última vez que aterrizaste en estos pagos fue un día muy especial, tristemente inolvidable, el 11 de septiembre de 2001. Traías el ‘Memorial del Último Reino’, que presentamos en Estadio Español de Las Condes, ante una veintena de ‘valientes’ que se atrevieron a cruzar una ciudad desierta… Y es que el derrumbe de todas las torres no bastará para acoquinar a los gallegos.

Amigo Fernando, quiero dar gracias, ante todo, por tu clara amistad –por todas las buenas amistades que el tiempo nos regala, cabe decir– porque ellas son la voz inesquencible de la Tierra que amamos y seguirán convocándonos, más allá de toda diferencia ocasional… Un amigo –así lo dijo el poeta nazarí– es como coger un trozo de la aurora en el cuenco de la mano.

Te abraza,

Edmundo Moure